lunes, 18 de noviembre de 2019

Vivir a mil


Esa noche de viernes no estaba tan fría como podría esperarse para casi mediados de Julio. Salí a dar una vuelta y me encontré con Iván. Me invitó a cenar a un chifa en José Leal con Guise, a unas cuadras de nuestro colegio. Era uno de mis chifas favoritos, a pesar de ser de los más modestos.

Unos meses atrás, había comenzado a trabajar como profesor y podía darme algunos gustos, antes negados para un joven estudiante. Sin embargo, ese restaurante siempre era mi primera opción, y más aún cuando ya no dependía de la caridad del mozo para el vasito con agua (no me alcanzaba para la gaseosa).

El chifa en cuestión era un local modesto, un típico chifita de barrio. Tenía una entrada angosta, decorada al estilo de una pagoda oriental, con ribetes dorados y gruesas rejas. Predominaba el rojo en todo: en los cerámicos de la entrada, en las paredes y en los manteles de las mesas cuadradas. Había encima de cada una un servilletero Coca-Cola -también rojo- y una botella de sillao, con tapa roja.

No era casualidad que Iván me haya llevado a ese chifa. Resulta que era el favorito de sus papás. Conocían al cocinero, y este les preparaba los platos más selectos. En más de una ocasión me encontré con ellos: yo con mi menú de cinco, ellos con su opíparo banquete.

A medida que el mozo iba trayendo la comida, - no dejaba de bromearle, haciéndole creer que se había equivocado de plato, o que nos debían preparar un plato cuyo nombre él inventaba. “Si o no, Germán. Tú ya has comido eso, si o no” me decía, giñando un ojo.
Trascurría así la cena, entre wantanes y siu-mais, conversando de todo, cuando me mencionó que estaba a punto de llegarle la sorpresa. Que nos tenía una sorpresa.

—Habla pues, ¿Qué es? ¿Un carro? —le pregunté.
—Es LA sorpresa —me dijo sonriendo, siempre sonriendo, y ladeando su cuerpo.
—Entonces debe ser LA camioneta, o LA moto —le dije.

Iván vivía a mil por hora. Le encantaba competir y ganar. A fines de quinto de media, un grupo de alumnos debimos dejar el colegio intempestivamente, y terminamos dispersos en instituciones algo relajadas en sus horarios y disciplina. Iván se hacía con el auto de su papá -un Ford de los setentas, colosal lancha de ocho cilindros- y recogía al resto de los expatriados para un vertiginoso paseo.

Se divertía cediendo el pase a ingenuas chicas en las esquinas, para de repente, acelerar y volver a frenar; cosa que las hacia brincar felinamente con el espanto dibujado en sus rostros. La memorable: aquella ocasión en la que forzó al máximo los ocho cilindros del Ford en la Cesar Vallejo. ¡Pero en contra!

Esta sed de adrenalina, de ímpetu y velocidad, decantó de manera natural en su afición por las motos. En mi vida, creo que me he subido a una motocicleta en dos o tres ocasiones. No más. Iván siempre quiso darme un paseo en la suya. Yo siempre me negué. Kike Mendoza fue uno de los que sí se subió y recuerda que hizo el tramo de su casa a mi casa -unas 12 cuadras- en lo que le tomó dos veces pestañear.

Al día siguiente, sábado por la noche, fueron un grupo de amigos, casi toda la mancha, a buscarlo para salir a huevear como siempre. Tocaron el timbre y les atendió su padre. Les dijo decir que Iván ya estaba durmiendo. Se había acostado temprano el angelito. «Que raro» pensaron y al retirarse, vieron a un lado de su casa, en la quinta de Alex Horna, una moto. Era "LA sorpresa" de la cual Iván me habló la noche anterior en el chifa.

Ya era domingo, y tenía en casa trabajando conmigo –trabajando es un decir- a un amigo del instituto. Me habían contratado para desarrollar un sistema, y Osquítar me ayudaba con la programación. Al menos cuando no dormía mientras yo estaba fuera jugando fulbito con mis amigos. En algunas ocasiones incluso él también jugó esos memorables partidos en el Parque Castilla.

Era mediodía y estaba en la cocina, preparando un tacu-tacu para departir con Osquítar cuando el teléfono sonó. Subí a contestar. Era Oscar, el hermano mayor.

—Germán, hola. Soy Oscar.
—Hola Oscar, ¿qué tal? –pregunté. Me pareció raro que él me llamara.
—Iván ha tenido un accidente. Estamos en el Hospital del Empleado –me dijo con voz apagada, temblorosa— Avisa a todos y vengan para acá. Está muy grave.

Después, en el hospital, me comentó que había conseguido mi número telefónico por una tarjeta mía en la billetera de su hermano. En el instituto me había hecho unas tarjetas de presentación. Jamás imaginé el rol que jugaría una de ellas en esta historia.

Colgué y desperté a  Osquítar. Le conté lo sucedido y le dije que procediera con el tacu-tacu. Salí presuroso al Hospital del Empleado, a no más de un kilómetro de distancia. Tenía en la ruta –a la vuelta de mi casa en realidad- a Jota Ramírez. Toqué su timbre, le silbé varias veces. Aquel silbido distintivo con el que nos aunábamos para los partidos o las fiestas.
Salió por su balcón y le dije que bajara al toque, que Iván se había accidentado. Bajó y mientras caminábamos hacia el hospital, íbamos especulando sobre el tipo de accidente que habría sufrido Iván. Coincidíamos en que debía estar relacionado con la moto. Con LA sorpresa de la noche anterior.

De un teléfono público a medio camino, llamé a Eduardo Field, dentro del grupo de amigos, él era el más cercano a Iván. No estaba en casa, así que dejé el mensaje con su mamá, no doré la píldora: el asunto era muy grave.

Al llegar al hospital, Renzo, el hermano menor, nos dijo que Iván estaba muy grave. El pronóstico era desalentador: los doctores habían dicho que, si sobrevivía, quedaría con secuelas de por vida. El traumatismo había sido muy severo.

Ahí supimos cómo fueron los hechos:  alrededor de las diez de la mañana, Iván iba, llevando a un amigo suyo, a la iglesia de Canevaro a bendecir su nueva moto. En el cruce de Tello con Garcilazo –a una cuadra de mi casa–  un auto lo había impactado a poca velocidad en la rueda trasera de la moto. Al parecer, un microbús no le permitió ver que, en ese momento, un carro cruzaba. El acompañante salió ileso, con tan sólo unos rasguños mientras que Iván tuvo la mala fortuna de impactar de cabeza contra un árbol. No llevaba el casco puesto.

Empezaba a anochecer y hacía mucho frio. Cada vez llegaba más gente al hospital. Yo regresé a mi casa por abrigo y conté lo que había sucedido. Mi hermana me dijo que podía usar su auto. Fui a ver a mi china a la casa de una amiga suya en San Isidro, donde se encontraba haciendo un trabajo para la universidad. Le conté todo y le dije que la tendría informada. Yo regresé al hospital.

Iván resistió hasta bien entrada la noche. La sala de emergencia donde lo atendían, estaba cerca de nosotros. O eso pensábamos, no sé. No recuerdo exactamente a qué hora fue, pero ese típico sonido intermitente que se escucha en las películas, se convirtió en un pitido continuo.

Dos momentos llenaron de una infinita pena mi corazón, el primero: cuando fui al Estadio Nacional a comprar un arreglo florar para mi amigo. Apreciar todo el negocio que se mueve en torno a la mayor de las tragedias, y el segundo: cuando le di el pésame a la mamá de Iván. Me miró, me tomo de las manos y el rostro y me dijo despacito “tú estuviste el viernes con Ivancito en el chifita”. ¡Dios mío! No existe una palabra en el diccionario para quien pierde a un hijo. Es un dolor que nadie está preparado para padecerlo. Ahora que soy padre, ese momento me duele más.

No fui al entierro. Tenía que trabajar y hubiera sido muy complicado en tan poco tiempo conseguir un reemplazo. Y aunque lo hubiera conseguido, creo que ya no quería someterme más a todos esos momentos tan desgarradoramente intensos. Era la primera vez que enfrentaba a la muerte tan de cerca.

En la noche, después de dictar las clases, me encontré con todos los amigos que habían ido al entierro. Me contaron que después de salir del velatorio, llevaron el féretro a la calle de Iván, antes de partir al cementerio. Era su último adiós. Después comenzamos a bromear, quizás para distraernos un rato, para relajarnos, para alejarnos por un momento de la realidad tan triste que estábamos viviendo.

Este episodio nos unió aún mucho más a todos los que salíamos juntos con Iván a los quinceañeros (me acuerdo el terno y las zapatillas blancas que más de una vez se puso), a la casa de Braulito, a las pichangas de fulbito, al billar (ahí podían encontrarlo dando su siesta en las bancas al costado de las mesas de billar), a la playa, etc.

Iván fue un gran amigo para todos nosotros. No podías estar serio frente a él. Él nunca lo estaba. Hacia cualquier payasada para alegrarte y hacerte reír. Experto inventado letras de canciones: “A Huacho me fui” (I want to break free, de Queen) por ejemplo, y contando chistes de los que sólo él se reía. Siempre le voy a recordar con esa sonrisa tan suya y esas ganas de vivir a mil por hora.

3 comentarios:

  1. Causo mi interés en el final de esta lectura . Siento mucho lo de tu amigo .

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  2. Germán tu narracion es dramstica pero muy amena. Que gran amigo ese Iván con la cancion "a Huacho me fui" me parece ya conocer lo gracioso que era.
    Estuvo muy entretenida.

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  3. Es una narracion que te mamtiene muy atento. Valorar la amistad es imprescendible

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