Lucero le dice al campesino que está a
su diestra: —ve, tú vienes porque tu siembra, toditita, se está malogrando. Acá
lo veo: uno tu vecino de tu chacra te ha puesto el daño. Busca en el árbol a la
entrada de tu terreno. Cava ahí, y vas a encontrar el daño. Quémalo con cal—
Continúa después con una mujer de edad incierta, de larga cabellera, que está
llorando— Tranquila señora, usted sufres por tu hija, la pishpirita, pero ahora está con varios hombres. El daño está bajo
su colchón. Le han puesto sangre, toalla con sangre para que se hague puta.
Quema eso con cal también.
Y así sigue, de uno en uno, identificando
el daño y dando una solución, hasta que llega a Antonio, y hace una pausa. A
pesar de la tenue luz que casi no ilumina ningún rostro, se aprecia en el suyo
un gesto de sorpresa. Asiente levemente, levantando las cejas, y dice: —Mire
ve, llegamos al doctorcito. ¡Uy, le veo alto, alto… en las estrellas! El doctor
tiene cargo alto en la capital. Lo veo en campos, entre sembríos. Y por honrado,
todos me lo quieren mucho.
—Pero mira ve, uno su colega le ha
hecho daño por unos papeles. Le han velado su foto para que comience a
enflaquecer —Lucero ya no tiene el gesto de admiración de antes, pero, aun así,
se sabe confiado—pero le vamos a vencer al mal, doctorcito. Le vamos a vencer.
No se me preocupe. Denle su traguito al doctor.
Una joven mujer, de menos de veinte
años, probablemente hija o sobrina de Lucero, es la encargada de hacer tomar a
todos unos brebajes. Una mezcla de hiervas que inducen en la mayoría de los
casos al vómito. Antonio le encuentra sentido ahora a la batea grande de
plástico colocada en el medio de la sala.
—Lucero, ¿y puedo saber quién es esa
persona que está viendo? -pregunta Antonio.
—Eso no le puedo decir doctorcito, pero
sí que es alguien que va siempre a su trabajo. Le veo que entra y sale.
La gente empieza a sentir las náuseas,
y algunos usan ya la batea de plástico para liberar sus estómagos. Antonio,
aunque con una ligera molestia estomacal, aún no tiene necesidad de vomitar.
—A ver, veo aquí algo oscuro en su
estómago del doctorcito, denle un traguito más—pide Lucero.
La asistenta se acerca y le sirve un
pocillo casi lleno de la mezcla de hierbas. Antes de terminar el brebaje,
Antonio siente arcadas y sabe que es inminente el vómito. Consulta con Lucero
si puede hacer uso del modesto baño de la casa y él acepta. Está a solo unos
metros, y avanza a paso ligero.
No hay iluminación ahí. La luz mortecina de la
sala no alcanza a iluminar el excusado, pero Antonio ha llevado consigo una
pequeña linterna. Siente ahora el huaico proveniente de su estómago y se libera
por completo de aquello oscuro que Lucero vio en su estómago. Han sido tres potentes
arcadas que lo han dejado liberado. Pero más que eso, intrigado.
Dirige el haz de luz de la linterna
hacia el viejo sanitario, y nota una masa parecida a una malagua. Una materia gelatinosa,
hedionda y de color naranja oscuro al marrón. No es lo que él esperaba. Pocas
veces ha arrojado, pero definitivamente no le parece un vómito normal. Más aún,
cuando prácticamente no ha comido nada más que un pan con jamón y gaseosa en el
avión y otro tanto en el hostal.
Regresa sintiéndose mucho mejor, y la
sanación continúa. Al terminar, Lucero se acerca a Antonio, le hace entrega de
un pomito pequeño con hierbas y un líquido dentro.
—Este es tu seguro doctorcito. Cuando
se acabe su liquidito, llénalo con agua bendita —le dice el curandero, mientras
cierra su mano apretando la de Antonio y continúa— Toditas las noches échatelo
haciendo la señal de la cruz.
—Don Emilito, confío en su trabajo y sé
que me voy a curar —Antonio abraza fuertemente al curandero— Ya vi cómo trabaja
un ser de Dios, pero ¿qué pasa con los otros, los que hacen el daño?
Tarde o temprano el daño regresa
doctorcito —contesta Lucero, siempre confiado— Hoy se toparon conmigo, que
jamás devolvería el daño doctorcito. Ni por todo el oro del mundo. Pero en
algún momento se toparán con un malero. Y ahí el daño les rebotará el doble.
—¿Cuánto le debo Don Emilio? —pregunta
Antonio, tomándolo del hombro.
—Yo trabajo por Dios y para Dios.
—contesta Lucero— Su voluntad que sea, doctorcito.
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