jueves, 11 de junio de 2020

Mi Celica

En la película Toy Story los muñecos cobran vida mientras los humanos no están presentes. Los juguetes son cosas inanimadas, sin vida, como lo son también los electrodomésticos o la ropa que usamos. Sin embargo, todos hemos tenido —tenemos— artículos inanimados a los cuales queremos tanto, que en algún momento creemos que de alguna manera podrían tener vida.

Entre al Maryknoll en sexto grado de primaria. Salía todas las mañanas temprano al colegio sólo, pero regresaba acompañado de varios amigos que iban quedándose en sus hogares. Iba por la avenida y regresábamos por Tello, una de las calles más conocidas en Lince (ahí esta hace décadas la famosa Carcochita). 

En la última cuadra de esa calle, casi llegando a mi casa, veía siempre estacionado un Toyota Celica color rojo. Era hermoso y prácticamente nuevo; no era el último modelo de la linea pero no tenía más de cinco años. Quedé enamorado de ese auto, y juré que algún día tendría uno igual. Obvio que mis patas se morían de la risa, jamás tendría un auto así: deportivo, lujoso y muy caro. Lo mio era un sueño, pero los sueños no tienen límite. 

En abril del 97 me casé. Creo que fue mi papá quien me prestó dinero y compré mi primer automóvil: una station wagon Toyota Corona del 82, que había sido de un primo de mi mamá. Era un auto recio, de color chocolate claro. Tipo Milo, mejor dicho. Creo que a los dos años compramos con mi esposa un Chevy Corsa nuevo. Un carro pequeño, muy simpático. Sin embargo, yo seguía pensando en mi Celica. 

Todos los domingos compraba El Comercio para ver en los clasificados si había lo que yo soñaba hace muchos años. Tenía ya dos carros, no necesitaba para nada uno más; sin embargo, no perdía la esperanza de encontrarlo. Con un amigo del trabajo, Juan Pablo, habíamos confeccionado una lista de cotejo para marcar ahí el estado en que encontrábamos a los candidatos. Vimos de todo; y todos, en regular a deplorable estado. Yo me fijaba especialmente en el interior y en la máscara y micas exteriores. La lata se podía planchar y el motor reparar, pero si le faltase un plástico en la cabina, o tuviese rota una mica posterior, sería muy difícil —o imposible— conseguir el repuesto.

Un domingo estaba como siempre abocado a mi tarea de cumplir mi sueño, cuando vi un aviso que tenía como número de contacto, un celular Nextel. Eran pocas las personas que tenían ese tipo de celular; generalmente empleados de compañías grandes. Yo tenía uno por que mi hermana Magui trabajaba ahí desde que llego a Perú (la empresa, no ella. Ella llegó mucho antes). Pensé que el dueño del carro sería alguien que trabajaba para una de estas compañías grandes. Mandé el aviso —no se decía llámame, sino mándame el aviso— y me contesto Moises, el dueño. En realidad el auto era de su abuela y se lo había regalado, o cedido, no sé. Quedamos en vernos en un parque por Monterrico. 

Era un domingo soleado, a pesar de que era invierno. Llevé mi lista de cotejo. No estaba Juan Pablo conmigo por ser fin de semana, así que fui solo. Llegué en mi Chevy Corza blanco, y ahí estaba el Celiquita estacionado. De noche todos los gatos son pardos, y de lejos y por fuera, todos los carros se pueden ver bien, asi que comencé a observarlo al detalle. 

Primero por fuera: plomo plata, un poco opaco, y desteñido el capó. La carrocería estaba en linea, aparentemente sin choques (años más tarde, descubriría que tuvo un choque en la puerta del piloto) y con los faros, luces direccionales y micas posteriores en muy buen estado. Igual que todos los vidrios. Habia —hay— una pequeña marca en el parabrisas delantero pero que había sido tratada a tiempo. Las plumillas estaban completas y operativas. 

Estaba muy animado. Pero lo que me enamoró fue el interior: color negro. Estaba impecable: todos los plásticos bien conservados, radio y casetera funcionando, y el aire acondicionado también operativo. Alfombra original. El techo inmaculado. Además de detalles que sólo tenía por ser importado directamente de los EEUU: timón hidráulico y regulable, soporte lumbar y regulador de altura en los asientos, dimer en el tablero y hasta fader para distribuir el sonido hacia adelante y detrás. El auto —que tenía veinte años— había sido usado cuatro kilómetros al día por la abuela de Moises, y traído en barco especialmente por su abuelo para ella. El kilometraje: 50,000 millas. (Sí, en millas, no kilómetros). El precio: 2550 dólares.

Esta lindísimo el carro, le dije. Te llamo de todas maneras para venir a verlo de nuevo. Nos despedimos y fue a seguir con su pichanga de los domingos. Regresé emocionado a casa y le conté todo a mi esposa. Estaba feliz por mí. Llamé a mi papá y le dije que esté pendiente, que le llevaría a ver un Celica durante la semana. Él también estaba feliz por mí.

Al día siguiente, en el trabajo, le conté todo a Juan Pablo, y de inmediato se fue a imprimir la lista de cotejo. Revisaríamos al detalle el auto. Mande el aviso y quedamos en vernos por la tarde. 
Juan Pablo —flamante ex alumno, que comenzaba a trabajar en el area de sistemas de un conocido colegio limeño con nosotros— mostraba una confianza  excesiva para alguien tan joven. Miró el auto, lo rodeó un par de veces con el ceño fruncido, y pidió sentarse dentro. Entré yo de copiloto mientas que el dueño se quedó afuera. Deja de babear, me dijo. No muestres tanto interés, ¡huevón!. Pero la verdad es que ¡la lista de cotejo se iba llenando de puro checks!

Moises mencionó que lo único que había que revisar era el liquido de embrague por que había una fuga en algún lado, pero que eso no era nada grave. Le mencioné lo de aquella mancha en el capó, y dijo que era producto del forro que usaban para cubrir el carro por largas temporadas. ¿El precio, Moises? pregunté. Igual hermano, 2550 dolares. Listo, muchas gracias. Te mandó un aviso seguro, más tarde. Ahí nos vemos, se despidió.

Obviamente Juan Pablo dio su visto bueno. Durante la semana hice dos visitas más a Moises, primero con mi esposa, a quien mientras manejaba le iba diciendo las virtudes y adelantos presentes en un auto de esa edad. Mira, ¡le funciona todo, china!. ¿Tú que dices?. Ella sonreía. Tú aprendes a manejar con el Tío Augusto y te quedas con el Corsita. No tenía que convencerla, ella sabía de mi sueño, y siempre me apoyó. 

Luego fui con mi papá. Él me había inculcado el amor por los fierros. De niño, en Trujillo, me sentaba en sus piernas para llevar el timón del Toyota en el último tramo antes de llegar a casa. Y no solo en linea recta; había una vuelta a la izquierda y una en U. Luego, ya hacía los cambios con sólo escuchar el motor. 
Ya en Lima, en una calle empinada de La Molina, me dijo: Tienes tres oportunidades para sacar el carro. Adelanté el asiento al máximo, me acomodé en la puntita, y al segundo intento ya estaba llevando su Volkswagen por las desiertas calles del Sol de La Molina. ¿Que opinas, viejo? le pregunté. Este es un carrazo, hijito —me respondió— Yo lo veía en la Toyota de La Marina. Si es tu sueño, comprátelo.

Estaba decidido. El gobierno había liberado parte de nuestro fondo de Compensación por Tiempo de Servicio (CTS) y tenía el dinero para comprar el Celica. Tenía la aprobación de mi esposa y de mi padre. Juan Pablo, mi asesor técnico, había llenado de checks la lista de cotejo. Solo me faltaba la opinión de alguien de mi trabajo. Fui donde Mr. Mortimer, el administrador del colegio inglés donde trabajaba, además de fanático y corredor de autos. 
Usted es muy vivo Germán, me dijo. Me consulta a mí por que sabe que le voy a decir que sí. Necesito saber si no estoy haciendo un gasto superfluo, le dije. No es un gasto fuerte, el carro esta muy bueno según me cuentas, y vas bien acá. Además, es tu sueño. Go ahead!

Mandé aviso por enésima vez al vendedor. Chirrit...chirrit...sonó.  Debe haber estado ya aburrido. Tengo el dinero, Moisés —le dije. Excelente, Germán. Voy para tu casa. 
Yo vivía en ese entonces en Julio C. Tello. La misma calle donde vi por primera vez, quince años atrás, un Celica rojo. Moises se estacionó en un lado de la calle, abrió la maletera (con el control interior que solo las versiones americanas tienen) y saco unas carpetas (o sea, unos fólderes). 
¿Nada menos? pregunté. Él se río. Guardó el dinero —no hubo rebaja, no la quería, no la merecía. Era mi sueño— y subió a un taxi. Lo seguí con la mirada hasta que se perdió al fondo de la Tello. No quería voltear, no lo podía creer. Ahí estaba yo tres lustros después, y a mi lado, un Celica. Mi Celica. Mi sueño.

Después de más de dos meses de cuarentena, en la que únicamente iba a la cochera a encender mi auto por unos minutos, y teniendo ya permitido circular en mi distrito, saqué mi Celica a dar una vuelta. Sentí, o mejor dicho, volví a sentir que mi Celica y yo tenemos algo que nos une. Estaba vivo. Y yo me sentí más vivo. 

jueves, 20 de febrero de 2020

Cuidados Intensivos


Andrea llevaba sentada frente a la sala de cuidados intensivos de la clínica más de cinco horas. A su esposo le habían hecho una cirugía a corazón abierto. Estaba agotada. La intervención había durado más de ocho horas. Al terminar el cirujano le dijo que, si bien la operación había sido un éxito, las siguientes doce horas eran decisivas. Fue al baño a lavarse la cara. Parezco un panda, pensó, viéndose unas ojeras oscuras y profundas bajo sus ojos. Luego, se sentó a unos veinte metros de la puerta de UCI, como si alejarse un poco de aquella puerta le diese un respiro.

Al cabo de unos minutos, una pareja de ancianos pasó frente a ella. La señora, que venía tomada del brazo de su esposo, le hizo una venia y siguieron de largo. Andrea sintió como si aquella viejita, al hacerle ese gesto, comprendía su preocupación y le transmitía su buena vibra. Le devolvió el saludo con una leve sonrisa.

Ante su sorpresa, los dos viejitos entraron a la sala donde se encontraba su esposo sin anunciarse. Esto era muy inusual. En todas las salas de cuidados intensivos las visitas están muy restringidas y, además, uno debe comunicarse antes a través de un timbre.

Andrea esperó un momento antes de entrar. Si ellos lo hicieron por qué no yo, pensó. Caminó decidida los veinte metros que la separaban de la puerta, y cuando había girado ya el pomo para entrar, una mujer de estricto blanco con los zapatos embolsados y con mascarilla en el rostro, la detuvo en seco.

—Usted no puede entrar, señora —le increpó enérgica la enfermera.
—Pero acaban de entrar dos viejitos —dijo Andrea— ¿Quisiera ver a mi esposo solo un minuto, por favor?
—Señora, debe esperar al horario de visitas —explicó la licenciada— Adentro tenemos pacientes en estado crítico. No puede entrar así no más. Tenemos que prepararla.
—¿Y cómo entraron esos viejitos? —preguntó Andrea. Estaba desencajada, a punto de llorar.
—Le aseguro señora que aquí no ha entrado nadie desde que trajeron a su esposo.

Andrea era una mezcla volátil de angustia y fatiga. Llevaba casi veinte horas sin dormir. Estaba por insistir en su versión cuando la enfermera le permitió otear la sala de UCI abriendo levemente la puerta. Vio solo camas altas con miles de aparatos y tubos conectados. Al fondo le pareció ver a su esposo.

Seis meses después, Andrea y su esposo, ya recuperado, se encontraban hojeando un álbum. Era uno de los hobbies que él tenía, y que ella fomentaba. Quiero ver en mi álbum, le escuchaba ella decir cada vez que alguien les tomaba una foto.

—Espera, espera, mi amor —exclamó ella, deteniendo una de las páginas con la mano.
—¿Qué pasa, reina? —preguntó el esposo sorprendido.
—¿Quiénes son esta pareja?
—Mis abuelos por parte de papá, ¿Por qué?
—¡Te juro que ellos te fueron a ver al hospital el día que te operaron!  —casi gritó Andrea.
—Imposible amor, ellos murieron hace casi diez años. Esta es una de sus últimas fotos.

jueves, 6 de febrero de 2020

Microrrelatos


He comenzado un excelente taller con Daniel Collazos. Hicimos dos ejercicios. En el primero, nos pidió un micro-cuento de 50 palabras sobre un pecado capital. Yo escogí:

LA IRA

Amanece. Va al baño: no hay pasta dental. Se lava la cara: no hay toalla. Se sienta en la taza: no hay papel. Hay un periódico de ayer. Lo utiliza.
Baja a desayunar: no hay fósforos. «Desayuno en el camino» piensa. Entra al carro: no prende. ¿Para qué mierda me desperté?


En el segundo, nos pidió un micro-cuento de 100 palabras basado en la siguiente imagen:




—Hola, —saludó— soy Javier. Le ofreció su mano derecha.
—Hola, —extendió la suya— soy Alejandra.

Era obvio que ese no era su nombre. Él tampoco era Javier.

—¿Vienes seguido acá?  —preguntó.
—Es la primera vez —contestó, sacando un cigarrillo de la cartera.

Él se ofreció a encenderlo. Ella le dio una pitada. Expulsó el humo hacia un lado, levantando ligeramente el mentón, expulsando el aire aún más alto. El gesto le pareció sensual. Raro en alguien que viniera por primera vez, pensó él.
Conversaron por casi una hora. Mientras acordaban el precio, ella notó en él la placa de policía en su cintura. Él no notó el puñal en su cartera.

—Vamos, Alejandra —propuso, empujándola levemente de la cintura.



miércoles, 22 de enero de 2020

El sueño


Era una tarde de invierno. Estaba al borde de un acantilado mirando el mar, de un gris muy oscuro como las antiguas pizarras de mi colegio. Olas gigantes y espumosas como las manchas blanquecinas que quedaban al borrar las marcas de la tiza, reventaban estruendosas entre sí. Faltaban horas aun para el ocaso; sin embargo, el cielo sombrío y plomizo, le quitaba claridad y horas al día.


Sentía frio: vestía un polo de mangas cortas y bermudas. El viento venia cargado de ínfimas gotas de garua que me golpeaban, sin fuerza, el rostro y las extremidades. Era, todo en conjunto, una escena sombría y tenebrosa. Ya antes había soñado con ese ambiente, y como presintiendo que algo horrible podría suceder, desperté. Como muchos, yo puedo en ocasiones controlar mis sueños. En realidad, el despertar de ellos.

Con las ventanas de mi habitación abiertas de par en par, la brisa fría y huracanada, entraba sin impedimento. Me sentía perdido. «¿Está amaneciendo?, ¿Qué día es?» pensé. Por unos minutos permanecí desorientado. Luego me di cuenta: había dado una larga siesta. Por la casi penumbra en la que me encontraba, calculé que serían casi las siete de la noche.

El departamento que entonces alquilaba tenía forma rectangular. Había dos ingresos: uno a la sala y el otro a la cocina. Luego venia un pasadizo —con un baño al lado— que conectaba con las habitaciones. Aún recostado en mi cama, sentí un ventarrón que llegaba desde aquellas puertas. Podría asegurar que las habían dejado abiertas. Llamé a la chica, “Margarita”, nada. Llamé a mi esposa, “China”, nada. A mi hijo de siete años, “Germancho”, nada. «Estoy solo. Habrán salido, dejando las puertas mal cerradas» pensé.

Estaba sobándome los ojos y bostezando, tratando de aterrizar nuevamente en este planeta, cuando escuche quejidos de niño. Venían de afuera del departamento, pero los podía escuchar porque las puertas estarían abiertas. Me incorporé y fui hacia la sala. “¿Germancho…?” pregunté. Los lamentos continuaron. Seguí avanzando. “¿Germancito…, hijo…?” volví a preguntar, asomándome a su habitación. Atravesé el pasadizo que une las habitaciones con la sala, y vi ambas puertas abiertas. Los quejidos se convirtieron en llanto, y provenían de la escalera exterior. “¡Papá, papá, ayúdame!” escuché suplicar a Germancito. “¿Dónde estás, hijo?” grité con todas mis fuerzas, y desperté. Esta vez, de verdad.

¿No será que nuestra vida es el sueño de alguien, y nuestra muerte, su despertar?

domingo, 19 de enero de 2020

Margarita. Mi madre.

1

Margarita, mi madre, terminó la secundaria el año 1957. Tenía dieciocho años de edad, y decidió seguir Pedagogía. Quería ser profesora, lo tenía muy claro. Postuló entonces a la Universidad Nacional de Trujillo e ingresó un jueves 13 de marzo de 1958. Recuerda claramente esa fecha, pues le llena de orgullo. Celebró con mucha alegría. No imaginó, ese día, lo que le tocaría vivir.
Se acercaban los exámenes de fin de año, y había organizado un grupo de estudios, con dos amigas, para llegar bien preparadas a las pruebas y obtener los primeros puestos en su año.
Aquel día, 3 de noviembre, salió rauda a su casa con la intención de saludar a su mamá por su cumpleaños. Sabía que ahí estarían sus primas paternas Ñaña y Bebe y otras personas más, tomando lonche con Teito. Eso la motivaba mucho, pero era más fuerte el dolor de cabeza que comenzaba a atormentarla. Cambió el rumbo, y fue a la agencia del Club Hípico, en donde sabía que encontraría a su padre, Don Humberto Córdova. Él no vivía con ella ni con sus tres hermanas.
—Papá, me duele mucho la cabeza, y se vienen los exámenes de fin de año —le dijo. Fruncía el ceño mientras oprimía las sienes con los pulgares de ambas manos, buscando aliviar en algo la terrible jaqueca.
Le dio cincuenta soles y le indicó que fuera a ver al Dr. Del Castillo, un viejo médico de la ciudad. El galeno le receto Optalidón, un medicamento de uso común en la época —retirado ya del mercado— para tratar migrañas, y que hoy sería la delicia de adictos a los barbitúricos.
Llegó a casa y a duras penas saludó a sus primas y demás invitados. Fue directo a acostarse. Ella compartía el dormitorio con sus tres hermanas y su abuelita. Había un incómodo somier de fierro con la cabecera de metal para cada una. En otra habitación, dormía sola mi abuelita Teófila: Teito. Teochita.
En la madrugada del 4 de noviembre, la Teochita escuchó un golpe seco. Fue directo al cuarto de sus hijas y de su madre, y vio que faltaba una de ellas en su cama: mi madre. Fue hacia el baño y vio ahí a su hija Margarita, la segunda de cuatro, tirada en el piso, inconsciente.

2

De inmediato despertó a mis tías y a mi bisabuela Petilla.  Levantaron a mi mamá del piso y la volvieron a acostar. Ella se daba de golpes en la cabecera de metal. “¡Mi cabeza, mi cabeza!” gritaba, sin poder soportar el dolor. Vomitaba sin parar.
Amaneció y mi abuelita fue a buscar a su cuñada Esther. Ella había hecho lo que su hermano Humberto nunca hizo: hacerse cargo, con disciplina y amor, de sus sobrinas. Mi madre considera y recuerda siempre a su tía Esther, como una segunda madre. Llegaron también a la casa mi papá, que andaba enamorando por esa época a mi mamá, y mi tío Félix Rojas. Ambos eran asiduos visitantes al hogar de las hermanas Córdova Arróspide.
También era amigo de la casa, el joven abogado Dr. Hernán Rojas Rengifo, quien tenía una estrecha amistad con el tío Félix. En su condición de Presidente de la Federación Universitaria, el Dr. Rojas, a cuenta de la universidad, envió dos médicos para que evaluaran a mi mamá. La encontraron con fiebre alta y en un estado parecido a la inconciencia. Nada pudieron hacer.
La tía Claudelina, hermana de Humberto y Esther, se encontraba de visita en Trujillo. Al ver a su sobrina Margarita en ese estado, y tomando en cuenta que dos doctores no habían logrado ningún avance, le sugirió a mi abuelita que fuera a ver al   Boliviano. “Puede ser brujería, Teófila” le dijo. Mientras tanto, preparó la tía una infusión de variadas hierbas y le dio de tomar a Margarita. Ella devolvió todo con rotundas arcadas. “Es mal de Dios, Sra. Teito” le dijo el curandero a mi abuelita, sosteniendo una blusa y una foto de mi madre. “Busque un buen doctor” le sugirió.
Teito se acordó del Dr. Hernán Miranda, quien a pesar de su juventud —estaba en sus primeros años de práctica profesional— había ya curada a mi tía Amelia, la mayor de las hermanas, de una grave enfermedad tanto mental como física. Logró también convencer a un tal doctor Acuña —quien en un principio se negó— de operar a mi bisabuela Petilla, bajo su entera responsabilidad. El Dr. Miranda no era médico cirujano, era médico laboratorista.
El problema era que los médicos se encontraban en una huelga general, y solo atendían emergencias dentro de los hospitales. Mi abuelita logró llegar a él, y sin importarle las consecuencias, el Dr. Miranda fue a evaluar a mi mamá. “Ustedes han sido mis primeras pacientes. No las voy a defraudar ahora” dijo, y escapó del centro médico por la puerta posterior.
Al llegar el doctor a casa, evaluó a Margarita. “No es fiebre intestinal” aseguró, y ordenó cambiar todas las medicinas que los doctores anteriores habían prescrito. Los días pasaban y no había mejoría en el estado de salud de mi mamá. Mi papá iba todos los días a visitarla. “¿Quién es ese jovencito que se preocupa tanto por Mayga?” preguntó en una ocasión la Tía Claudelina. Se refería a mi papá.
Fue en una de estas visitas que mi papá notó que mi madre veía doble. “Mamá, ¿por qué hay dos adornos de gallitos ahí?” preguntó en una ocasión. “¿Por qué hay dos almanaques iguales en la pared?”, “¿Por qué Flora se ha puesto dos faldas?” fueron otras de sus preguntas. 
—Doctor, Margarita está viendo doble. Esta con la vista desviada —le dijo mi papá al Dr. Miranda en su consultorio.
—Uy, esta chica tiene meningitis —exclamó el doctor, llevándose una mano a la frente.
Preparó una receta y se la dio a mi papá. Contenía todo lo necesario para llevar a cabo una punción raquídea.
—¿Tienes plata? —le preguntó.
—No, doctor.
El Dr. Miranda sacó diez soles de su bolsillo y se los entregó a mi papá.
—Compra todo lo que esta acá. Nos encontramos en media hora.
La tía Esther iba todos los días a ver a su sobrina enferma. Llegaron el doctor y mi papá con todo lo necesario para la intervención. Estaban en la sala todos reunidos.
—Esto en una infección grave. Voy a hacer una punción raquídea Sr. Teito —informó a mi abuelita— Vamos a sentar a Margarita en la cama. Usted Sra. Esther le pone una almohada delante y la sujeta de las rodillas —instruyó a mi tía— Tú me sostienes este tubo, amiguito —le indicó a mi papá. En silencio total por favor —concluyó el doctor. Si fallaba podría dejar inválida a su paciente.
Entraron al cuarto, y mi tía Esther procedió como le fue indicado. Era una mujer con mucho temple que no le temía a nada. El doctor ubicó las vértebras en la espalda de mi madre y clavó la aguja hasta llegar al líquido cefalorraquídeo.
—¡Tía, no me pegue! —gritó mi madre, aunque más fue un quejido apagado.
—¿Así está bien, doctor? —preguntó mi papá, sujetando el tubo de ensayo.
—¡No hables! —dijo el Dr. Miranda, tratando de sonar enérgico y silente a la vez. 
Luego de la exitosa intervención, Margarita fue acostada nuevamente. La muestra había sido recogida. Regresaron a la sala, y el médico miró el tubo a contraluz.
—¡Dios mío! —exclamó el doctor— vamos a mi laboratorio a analizar esto. 
Mi papá acompañó al doctor a su consultorio. Se detuvieron en una luz roja, y aprovechó el médico para comprar un periódico. Ya en su consultorio, puso la muestra en la centrifugadora y esperó.
—Este líquido esta turbio. Tiene meningitis —diagnosticó con certeza.
—¿Se salvará Margarita, doctor? —preguntó lloroso mi padre.
—Si Dios quiere, amiguito —respondió el doctor.

3

La lista de medicinas era larga: veinticuatro pastillas al día. Larga y costosa. Recurrieron al Dr. Hernán Rojas Rengifo, quien días antes había enviado a dos médicos a revisar a Margarita, y quien nuevamente se hizo cargo del asunto: las recetas las recogía mi papá del consultorio del Dr. Miranda. Con el visto bueno del Dr. Rojas, procedía entonces a cobrar el dinero de la Oficina de Tesorería de la universidad y a comprar las medicinas para llevarlas a casa de mi mamá.
Mi papá había decidido no dar los exámenes finales en la universidad para dedicarse a tiempo completo a la recuperación de su enamorada. Así se lo comunicó a su hermano Carlín, quien junto a su otro hermano Germán, le financiaban los estudios y era lo correcto que estuvieran al tanto de su decisión. Carlín le apoyó y estuvo de acuerdo con él, pero sus compañeros de estudio le dijeron que imposible. Ellos le ayudarían, aunque fuese plagiando, a pasar todas pruebas.  No fue necesario: mi papá aprobó todos sus exámenes.
Durante diez meses mi madre no puso un pie en el suelo. A parte de las ocho medicinas que tomaba cada desayuno, cada almuerzo y cada cena; le ponían una serie de inyecciones. El Dr. Miranda ordenó una dieta muy balanceada: un pollito al día —literalmente— era preparado para la paciente. Carne de res, leche y huevos. Frutas y verduras.
Pasado este tiempo, el doctor le dio el alta a mi mamá y le pidió al Dr. Hernán Rojas Rengifo que la llevara a su consultorio para unas indicaciones. Mi tía Flora fue también. Antes había ayudado a su hermana, milagrosamente viva, a calzarse unas medias cubanas blancas altas para ocultar la flaqueza de sus piernas dormidas. Caminando con dificultad, apoyada en su hermana, llegó al consultorio.  En ese momento, el doctor se encontraba con su esposa.
—Te presento a mi muertita —dijo, tomando a mi mamá del hombro— Esta chica se hubiera muerto si no hubiera sido por… —y elevó un pulgar en alto, apuntando al cielo.
Las hermanas no pudieron contener las lágrimas. Mi mamá abrazó al doctor un buen rato.
Se había salvado.

4

—Margarita, escúchame bien: debes seguir alimentándote bien. Lo mejor para ti sería estar un tiempo en el campo, respirar aire puro.
—¿Podré regresar a la universidad, doctor? —preguntó mi mamá. Era la hermana estudiosa.
—No hija. Nada de estudios, nada de lecturas —fue categórico en esto —Vas a poder trabajar, pero no ahora. Ahora debes comer bien y respirar bien.
Había pasado ya poco más de un año del inicio de la enfermedad. Mi mamá siguió yendo a las consultas con su doctor, quien siempre le atendía con mucho cariño, tal vez demasiado. Sintió en ocasiones alguna mirada lasciva, o cuando menos, intimidante.
La tía Esther tenía una hacienda en Machaitambo, un pueblito en la sierra de La Libertad. Era el lugar ideal para que Margarita estuviera una buena temporada respirando aire puro y alimentándose bien. El problema era que la cosecha de la papa —la cual supervisaba personalmente la tía— se iniciaba recién dentro de tres meses. Le propuso entonces que iría a otra hacienda, la de su sobrino Fernando, hijo de su hermana Sofía, quien vivía con su esposa allá y no tenían hijos.
Inesperadamente, la tía Esther canceló el viaje de Margarita a la hacienda de su sobrino Fernando. Mi mamá nunca supo la razón de ese repentino cambio, pero supone que es porque su tía Sofía, que nunca fue tan cercana a ellas, sí lo era de la esposa actual de su padre, Humberto, y tiraba más para ella que para mi abuelita, a quienes Esther y Claudelina sí querían mucho.
Pronto llegó otra propuesta: Margarita iría a donde estaba su padre Humberto, en Cajabamba, en la sierra. Él estaba trabajando ahí como juez. Iba a hospedarse en la casa de una maestra del pueblo, Julita Becerra.
Estuvo ahí un par de meses, hasta que la tía Esther pidió que regresara a Trujillo. Fue con ella a la cosecha de la papa en Machaitambo en mayo de 1960. Ahí respiró aire puro y se alimentó con la mejor carne, tomó leche casi directamente de las vacas que ahí pastaban. Fueron seis meses felices.
—Tengo sed todo el día, tía —dijo mi mamá.
—¿Cómo así Mayga?
—Siento sal en la boca. Como si tuviera mucha sal, tía —explicó.
—Entonces tendrás que ir a Trujillo de regreso. —sentenció la tía Esther— Pero hay que esperar a Don Baylón.
Don Baylón era el propietario y chofer del único camioncito que llegaba hasta la hacienda. Muchas veces tenía que empujarlo varios metros para lograr encenderlo. Hacía el tramo a la costa tres o cuatro veces al mes.
En Trujillo toda su familia le esperaba con mucho entusiasmo. En especial mi papá a quien habían escondido en un ambiente de la pequeña casa, para darle la sorpresa. Su prima Margot —hija de la tía Claudelina— se encontraba también en Trujillo. Ella vivía en Lima con sus padres y hermanos. Tenía un buen trabajo de enfermera en Panagra, la empresa de aviación pionera en Sudamérica, lo que le permitió invitar a su prima Margarita a pasar una temporada por la capital. 
—¿Mayga conoces Lima?
—No Margot. Nadie en la casa ha viajado allá.
—Bueno, entonces yo te invito. Voy a comprar tu pasaje y te vas con Silvio en bus.
La navidad de 1960 y el verano posterior la pasó con sus primos Meléndez Córdova en la casa de su tía Claudelina y su esposo Leonidas. Esta es una de las épocas que mi mamá recuerda con más alegría: conoció la capital, fue a cenar a los mejores restaurantes —“¿Prima, esto es leche?” preguntó al ver en la mesa la botella de mayonesa—, fue al salón de belleza y a comprar ropa, compartió gratos momentos con Silvio (Chivito, aunque dejaron de usar ese término cuando se le dio otra connotación), Rebecca (Chia), Elsa, Betty y María, hermanos de Margot, su querida prima, responsable de toda esta felicidad.
La tía Claudelina tenía razones para que Margarita no regresara a Trujillo: quería que haga una carrera en la capital. Pero mi mamá extrañaba a su familia en el norte, sobre todo a su abuelita Petilla. Su tía en Lima, creía que su sobrino Miguel Estuardo, hijo de su hermana Esther, había ido con el cotilleo a casa de madre.
“Casi no me encuentras, hijita” le dijo su abuelita Petilla cuando llegó de regreso. Ella era una mujer menuda, de una edad imprecisa, poseedora de un agudo sentido del humor.  En una ocasión le dio un fajo de periódicos argentinos que su hijo le enviaba desde Buenos Aires al tío Félix: “para que limpies tu sipo” le dijo. En otra, cuando le preguntaron dónde estaban las llaves, contestó: “¿cómo se conservan los huevos?  ¡Colgados!” o “Levántense, ya salió el sol por su sipo”.
La abuelita Petilla falleció en junio de 1960. Esto entristeció mucho a la familia, y mi mamá decidió llevar guardar luto por un tiempo. Pero no sería por mucho tiempo. “Corta ese lindo cabello que tienes, hija. Un cabello largo y hermoso jala mucha vitamina” le dijo el doctor Miranda. “Tú y tus hermanas Margarita, son del mejor tipo que he visto en la ciudad” agregó, asomándole nuevamente esa mirada extraña que ya antes Margarita había notado. En realidad, mi mamá estaba ya acostumbrada a esos halagos, no por nada había sido reina desde el kindergarten hasta la universidad. Pero esa es otra historia.
La Teito tenía un amigo en la empresa de máquinas de coser Singer, quien fue una tarde a tomar lonche a su casa. Mientras departían le presentó a mi mamá y a la semana siguiente, estaba ya en la oficina de la empresa en el centro la ciudad.
—Señorita Córdova, ¿estaría usted dispuesta a trabajar acá?
—Pero Señor Larios, yo no sé escribir a máquina.
—No es necesario Señorita. Es para enseñar a los clientes a cocer y tejer en nuestras máquinas
—Entonces cuente conmigo señor.
—Le pido algo señorita Córdova —el señor Larios hizo un ademán de contrición, como si le diera vergüenza lo que estaba por decir— Usted sabe que esta empresa es gringa, y bueno, ellos no creen mucho en esto del luto. ¿Podría usted prescindir del luto durante las horas laborales?
—Por supuesto señor Larios, no hay problema —concedió mi mamá.
Acordaron un sueldo mensual de ochocientos soles. “Una fortuna para mí” recuerda mi madre. Ayudaba en casa dándole buena parte de su salario a su madre, además de pagar las cuotas de una máquina de coser que le regalo. Su aporte monetario ayudaba en mucho a la precaria economía de la casa.
En sus vacaciones, pudo visitar nuevamente a sus primos Meléndez Córdova en Lima. Esta vez, ya con su propio dinero. Compró la ropa que más le gustaba. “Miren pues a la Mayga, platudaza” —comentaban alegres sus primas— “viene la provinciana a gastar toda su plata”.

5

Luego de tres años de trabajo, Margarita decidió renunciar. Mi papá ya le había hablado de una vida en matrimonio y la Teito le dijo que debía dedicarse a tiempo completo a dicha empresa.
Diez años después, cuando visitó al doctor Miranda, esta vez por unos terribles dolores de espalda.
—¿Cómo está mi muertita? —preguntó alegre el doctor.
—Aquí doctor: ¡mi espalda se troza! —se quejó mi madre. Más de cuatro décadas después, tiene el mismo dolor.
—¿Cuántos hijos tienes, Margarita?
—Tres, doctor. Pero cuatro partos.
—¿Y quién te dijo que tuvieras tantos hijos? Yo te dije máximo dos —le recriminó el doctor— Cierre ya la fábrica. Y nada de radiografías. No sabes el terremoto que hubo en tu cerebro.
Por suerte mi mamá no hizo caso en ese momento al doctor y salió embarazada de un cuarto y último hijo, a quién decidió bautizar con los mismos nombres que su querido suegro: Germán Adolfo. Yo.






jueves, 9 de enero de 2020

Mi primer velorio

Estábamos en Chiclayo en ruta a Moyobamba. La idea era pasar la noche ahí y salir al día siguiente, muy temprano. Había fallecido un amigo de mi papá en esa ciudad, y quería despedirse de él.  No había con quién dejarme en el hotel, así que me avisó que iríamos.  “Ya estás en edad para acompañarme a esto también Luchito”, me dijo. Era la primera vez que iría a un velorio.

Llegamos a la iglesia en el centro de la ciudad, y no pudimos encontrar el velatorio. Mi papá le preguntó a un anciano, sentado en la última banca del templo, dónde quedaban los velatorios. Siguiendo sus indicaciones, llegamos al único que estaba abierto en ese momento. Era la primera vez que yo entraba en uno y contrario a lo que esperaba, no sentí miedo. Aún no.

Era un ambiente amplio, piso de parqué oscuro y paredes enchapadas en madera. Dos largas filas de sillas plásticas habían sido colocadas a los lados para los visitantes. El féretro estaba al centro del salón, hacia la pared posterior. Era de madera caoba, muy brillante. La luz de las dos arañas que colgaban del techo se reflejaba en él. Había lágrimas y coronas de flores colocadas a ambos lados del ataúd.

Aunque el ambiente me pareció menos sombrío de lo que esperaba, preferí quedarme cerca a la entrada, y me senté en la primera silla. Mi papá se encontró con algunos amigos con quiénes conversó —hasta animadamente diría yo—. Ocupé mi tiempo mirando hacia la calle, y tratando de identificar la marca y modelo de cada automóvil que por ahí transitaba. Era mi distracción predilecta, y era muy bueno en ello.

Poco después, un señor de la edad de mi papá, pero más alto y delgado que él, se sentó a mi lado. Estaba concentrado en mi pasatiempo favorito y no le vi aproximarse. "Aprovecha la vida hijo. Has las cosas que quieras hacer sin pensar en los demás. Yo no supe hacerlo y mírame ahora", me dijo en voz baja y fatigada. Se levantó y se fue. 

No le di mayor importancia. Tenía nueve años. Ahora, a mis cuarenta y cinco, una frase como esa me llama a la reflexión, pero en ese entonces lo único que quería era regresar al hotel y ver televisión. «Toyota Celica 81, algún día tendré uno igual» pensé al ver pasar un deportivo rojo. 

“Ven acá Luchito. Hay que despedirnos de mi amigo” dijo mi papá. Apoyó su mano derecha en mi hombro y nos acercamos al ataúd. «Acá viene la parte difícil», pensé, pero fue mucho peor que eso: el hombre dentro del cajón era el mismo que unos minutos antes me había aconsejado sobre la vida y cómo vivirla a plenitud.
  
Sentí que me desmayaba. Mis rodillas temblaban y mis piernas con dificultad me sostenían en pie. Tenía la piel de gallina en todo el cuerpo y podía sentir en mis brazos y piernas, incluso en mi cabeza, los pelos de punta. Pero… era imposible, tendría q haberlo imaginado entonces. Solo atiné a cerrar los ojos, secar mis manos en mi pantalón y juntarlas en oración, como vi que lo hacía mi papá. Incliné mi cabeza hacía un lado. No quería por nada del mundo ver nuevamente al finado, ni siquiera para encontrarle algún rasgo distintivo que me confirmara que no fue él quien me había hablado.

No le conté a nadie lo que me había pasado. Durante semanas no pude dejar de pensar en ello y tuve pesadillas. Con el tiempo, traté de olvidar aquel episodio, y los miedos poco a poco fueron cediendo, pero no del todo.

Un par de años después, mi papá estaba en su estudio revisando sus álbumes de fotos, de los muchos que tiene. Me senté a su lado y él, orgulloso, me iba precisando los datos de las fotos: la fecha, la ubicación, quién y en qué circunstancias se tomaron.

En eso lo vi: ahí estaba el señor que dos años atrás, me aconsejó que viviera la vida sin importarme nada. Sentí otra vez las mismas sensaciones de aquella noche en el velorio, pero esta vez me recuperé más rápido.

—Papá, ¿este es tu amigo q murió hace un año, di?  —le pregunté. Estaba dispuesto a por fin contarle lo que me había pasado. Talvez eso alejaría de mí las pesadillas q aún, de vez en cuando, me atormentaban.
—No, hijo —contestó— Ese es su hermano gemelo.

martes, 7 de enero de 2020

A la caza del roedor


Era cerca de la medianoche. La luz exterior se filtraba escasa por la cortina de la amplia ventana, creando figuras indefinidas en el perchero atiborrado de carteras, y en el caballero de la noche, saturado de prendas. A lo lejos, se podía escuchar el transitar de algunos autos en la avenida principal y el pitar de los taciturnos vigilantes.

Un ruido nos sacó de ese estado previo al sueño profundo, en donde nuestra respiración y corazón se van ralentizando. Era un roce, un crujido que se originaba en el ropero de la bebé, al costado del gran ventanal de la habitación. Asumimos que era el cable de televisión que no había terminado de instalar —me faltaba ajustarlo al zócalo de las paredes— y que colgaba detrás del armario hasta el mueble de video.  

Mi esposa prendió la lámpara de su mesa de noche. ¿Será un ratón? Me preguntó. No sé, le contesté. Me acerqué al mueble y tiré del cable de televisión. El sonido fue el mismo que nos sacó de nuestro sueño. Había sido el viento que agitaba el cable desde la azotea hasta su entrada a nuestro dormitorio, por un orificio que yo había malhecho en un ángulo de la ventana. Apagó su la lamparita y tratamos de conciliar nuevamente el sueño.

Teníamos en la habitación un escritorio antiguo, un buró negro de madera con una persiana horizontal para cubrir la parte superior del mueble. Ahora el ruido venía de ese mueble, algo rasguñaba la madera. Algo se movía, no dentro del armatoste sino detrás de él.

—¡China, rata! —le dije.
—¡Qué te pasa oye! —protestó.
—No tú, pues. Estoy seguro que hay una rata —le expliqué— Lleva a la bebita al cuarto de tus papás.

Encendí la lámpara de mi mesa de noche. Ella tomó con delicadeza a la bebé y la llevó al cuarto de sus padres. Me acerqué al ropero y lo sujeté con ambas manos. Con la ayuda de un pie, lo empujé hacia afuera: no había nada, solo el cable suelto que llegaba al televisor. Irene regresó y movimos la cuna: nada.  

—Ayúdame con el Simón Bolívar —le pedí. Así llamábamos al viejo y hermoso escritorio negro.
—¡Cómo pesa esta h…!

Irene no terminó su comentario. Lanzó un grito ensordecedor. Había visto algo elevarse medio metro por encima del suelo, y salir disparado hacia la cuna de la bebé. Y de ahí —y esto sí llegué a ver— raudo hacia el ropero. Confirmado: era una rata. No un ratón, no. Una muca del tamaño de un gato. Días después, los vecinos confirmaron la presencia de roedores de tales dimensiones que salían, dijeron, de un desagüe mal reparado.

El estridente grito de su hija despertó a mi suegro, quien se calzó sus sandalias, y se ofreció como voluntario para dar caza al roedor. Armados de sendas escobas, cerramos la puerta de la habitación y comenzó la cacería. Yo haría salir al roedor de su escondite y mi suegro, certero tirador, le daría muerte a punta de escobazos. Comencé a golpear a los lados del ropero esperando ahuyentar al animal. Así lo hizo: salió veloz de su refugio hacia la cabecera de la cama, sin darle opción a mi suegro de asestarle un golpe. No sólo tenía el tamaño de un gato, sino también una aceleración felina.

Sin embargo, el roedor había tomado una mala decisión al buscar protección detrás del camastro. Éste era de construcción sólida y de patas altas y sin cabecera. Gruesos listones, orientados horizontalmente, le daban solidez. Lo que llamamos una tarima de dos plazas. Como su altura lo permitía, habíamos colocado dos cajones de madera por debajo, para guardar ropa de cama: sabanas, frazadas y colchas.

«Esta es mi oportunidad» pensé. Solté mi arma, y empuje con todas mis fuerzas el cajón que estaba más cerca de mí. Este impulsó al otro y por fortuna, di en el blanco. La rata emitió un chillido agudo, muy alto e intenso. Estaba atrapada, pero yo no podía mantener por mucho tiempo la presión contra los pesados cajones.

—¡Akún, al toque, rápido! —casi grité—¡Atrápela con algo!
—¡Espera Germán, aguántalo ahí! —ordenó.

Empujó el colchón hacia un lado y jaló una de los listones que le dan soporte. Estos eran tablas de dos pulgadas de ancho, mucho más sólidas y contundentes que una escoba. Yo seguía empujando los cajones contra la animalidad de la bestia, ésta chillaba; se quejaba con chillidos cada vez más agudos. Me estaba quedando sin fuerzas, pero no iba a soltarla. La adrenalina corría por mis venas, y me sentía… ¿un asesino? No, era un justiciero.

Mi suegro, que podía ver ya al animal —el colchón, a pesar de no estar completamente fuera de la tarima, permitía una visión casi completa del Micky Mouse maldito— logró entallarlo con facilidad.

—¡Ya Germán, ahora sí dale un tablazo!
—¡No Akún, que asco!  ¡Pana, Pana!  —grité— ¡trae un spray!

Ella había estado siguiendo de cerca —pegada a la puerta— los acontecimientos.

—¿Tu desodorante? —preguntó.
—Ni cagando, es caro —dije— No sé, alcohol, por último.

Le rocié media botella donde pensé que estaba su cara. Mi posición no me permitía un ángulo directo de visión. Chilló más y más. Se me puso la piel de gallina hasta en el cuero cabelludo. Sentí una corriente incómoda, un escozor por todo el cuerpo.

El Akún estaba cansado, y a punto de aflojar la presión que sostenía sobre el animal. Entonces me armé de valor: respiré hondo y jalé otro de los listones de la cama.

—¡Akún, indíqueme! —le pedí a mi suegro, mientras acomodaba la tabla— ¿Ahí está bien?
—Más al costado. Un poco más. —él me iba dirigiendo— Ahí, ahí.  ¡Dale!

Con el arma en el ángulo correcto, golpeé con fuerza sobre la muca, una y otra vez. Tenía los ojos cerrados con aprensión y apretaba con fuerza los dientes. La rata chillaba, gritaba, berreaba. Hasta que dejó de hacerlo y la calma regresó al dormitorio.

Agotados, mi suegro y yo nos confundimos en un abrazo sincero, no de amigos —que lo éramos— sino de combatientes, de camaradas. Todo estaba consumado. El roedor había muerto. No quise ver el cadáver. El Akún se encargó de llevarse el cuerpo.

Nunca voy a olvidar los chillidos del animal. Lo ajusticié cobardemente, sin mirarle a los ojos.

sábado, 4 de enero de 2020

El mismo nombre, ¿estás seguro?



He leído en internet las opiniones de psicólogos que coinciden en que, al nombrar a tu hijo como tú, de alguna manera le obligas a ocupar tu lugar. Incluso, a seguir tu mismo destino. Otro especialista, vas más allá y señala que cuando se bautiza al bebé con un nombre se le otorga una identidad. Por lo tanto, los nombres que recibimos son como contratos inconscientes que limitan nuestra libertad y condicionan nuestra vida.

 Mi hijo lleva mi nombre, completo: Germán Adolfo. Y no fueron pocas las personas que no estuvieron de acuerdo por razones que encajan en lo señalado por los especialistas a los que me refiero en el párrafo anterior. Pero, en mi defensa, les contaba yo la historia detrás de mi nombre. Y espero, con las mismas salvedades que me dio mi padre, mi hijo —en un futuro no muy lejano— cuente la historia detrás del nombre de su hijo.

Mis padres ya tenían tres hijos: Margarita Esther, Pedro Antonio (primer varón: nombre del padre) y Kathia Lucía. Karina Sabina, que nació antes de Kathilú, falleció a los días de nacida. A pesar de la recomendación del doctor de no tener más de dos hijos, mi mamá estaba ya en su quinto embarazo.

Mi papá, amiguero él como siempre, le tenía mucho afecto a un abogado con el que había forjado sólidos lazos de amistad, desde la época en que vino a Lima a concursar para una plaza en el Fuero Agrario hacía ya varios años.  En una francachela, probablemente entre Pisco y Nazca, mi padre le ofreció a su amigo, bautizar a su próximo vástago —en caso sea un varón—con su nombre: Luis Felipe.  

Al día siguiente, durante el desayuno, mi papá le contó a mi mamá del ofrecimiento que le había hecho a su colega y amigo, Luis Felipe.

—No va a poder ser —le dijo mi mamá. 
—¿Por qué no, vieja? —preguntó mi papá.
—Es que ya le he mandado una carta a tu papá, en donde le digo “Papa Germán, estoy embarazada nuevamente, y si es un varón, quiero que lleve sus dos nombres: Germán Adolfo, completo.
—¡Qué gran detalle, Mayga! —se emocionó mi padre.
—Claro, Germancito le ha puesto Alberto Germán a Beto. —explicó mi mamá— Y Carlín tiene también un Germán, pero es Fernando Germán, el Yuyú.  
—Me parece perfecto, vieja. Ahora le diré a Almenara que tendrá que ser el padrino entonces. —concluyó mi papá.

Desde muy pequeño mi papá me contaba esta historia, siempre con alegría y orgullo en el rostro. Que gran detalle el de tu mamá, decía. Y me pedía, además, que siempre y cuando mi pareja estuviera de acuerdo, bautizáramos nosotros también a nuestro primogénito con mi nombre completo. El nombre de su padre, que con mucho amor mi mamá decidió para mí.

Así que, haberle puesto mi nombre a mi hijo varón, no es acto de vanidad o de egoísmo al negarle un nombre distinto al mío. Es un reconocimiento al profundo amor que tengo por mis padres, y que mi esposa supo reconocer y compartir.

jueves, 2 de enero de 2020

Los Infopuc

En palabra de un gran amigo: hay grupos y grupos. Y es menester de persona prudente, no juntarlos.

Después de dos años estériles en la universidad —¿estudiando? — ingeniería electrónica, y cuando mi papá, con premonitoria intuición, solicitó y descubrió que mis calificaciones no eran nada buenas, me fue dado un ultimátum: escoge otra carrera, pero esta es tu última oportunidad.

Por Fernando, un fornido amigo de colegio de los pocos que en aquellas épocas cultivaba su cuerpo, me enteré del Instituto de Computación de la Universidad Católica en Magdalena, en donde sí destaqué y, sobretodo, conocí a casi todos los que hoy son mi grupo Infopuc:

Cristina es una chica alta y curvilínea. Imponente diría yo. No sólo yo. Tiene un cabello negro azabache precioso que le llega casi a la cintura; y de ahí, para abajo, sólidas columnas romanas la dan esa prestancia altiva, ese porte de femme fatal. Dos poderosos motivos más, avante, hacen de ella una verdadera amazona, una guerrera de puro e infatigable corazón. Y es que Cris jamás esta de mal humor o lamentándose de la vida. Ella es la organizadora de cuanta ceremonia hay en su trabajo, en su familia, en sus grupos y grupos de amigos. Basta con señalar que ella, a pesar de no haber estudiado en el instituto, es la más activa del grupo: su afición por las reuniones es solo comparable a su afición por los selfis.

Respirar es algo que los seres humanos hacemos de manera natural, y que no podemos dejar de hacerlo jamás mientras estemos en este mundo. Del mismo modo, Sonia mira y parpadea; camina y se detiene; habla y escucha con legítima, espontánea e inevitable sensualidad. Es algo intrínseco en ella. Ondulado y suelto, su cabello enmarca un rostro armonioso de mirada suave y magnética a la vez, que ni sus actuales anteojos de caricatura —“no hiciste tu papeleo anoche Wasowski”— logran atenuar.  

Su corazón es tan grande como estruendosa es su risa. Su alegría es desbordante, y lo es también su pesar, cuando lo tiene. Ella es Susana. Una mujer hermosa, sincera y apasionada. El baile —el flamenco en especial— lo tiene en su sangre española, que corre por sus venas inoculado por su maja madre desde antes de nacer. Su cabello es castaño y sus ojos marrones, a veces melancólicos, brillan cuando se le ocurre algo. ¿Cómo es esa de tu pata de la chamba? me pregunta cuando quiere estallar en una risotada franca y explosiva. Poseedora de un sentido del humor excepcional, puede encontrar la ocurrente humorada en situaciones cotidianas y alegrarnos el día.

Angello es Energía pura. Arranca a las cinco de la mañana en el terminal pesquero y termina pasada la medianoche bailando salsa, de la buena, con sus amiguitas, generalmente de otro de sus tantos grupos, porque él es también puro Amistad. Durante años, nunca dejó de participarme acerca de las reuniones que el grupo, al cual ahora pertenezco, convocaba. Angie, como me gusta llamarlo, se me revela como un personaje de época, de sombrero alto; antiguo y de edad incierta. En su frente surcada, un par de cejas pobladas y altivas marcan el inicio de una prominente nariz como lo es su amabilidad.  Angello es empuje, es camaradería, es gentileza en su máxima expresión.


Y, last but not least, Koki. Poseedor de un agudo sentido del humor y de la oportunidad, limitando peligrosamente en ocasiones con la ironía (¡y por qué no!). Tiene siempre el término preciso para la persona o el momento indicado: lesbiano, por ejemplo, es de su autoría. Siempre bien puesto, es el epítome del cuarentón que mantiene la estampa de los veinte intacta.  Nuestro barman oficial, maneja las proporciones de los licores, como lo hace con sus opiniones de toda índole. Ojos verdes y sonrisa de medio lado, es —era, me corrijo— un galán indómito.