jueves, 9 de enero de 2020

Mi primer velorio

Estábamos en Chiclayo en ruta a Moyobamba. La idea era pasar la noche ahí y salir al día siguiente, muy temprano. Había fallecido un amigo de mi papá en esa ciudad, y quería despedirse de él.  No había con quién dejarme en el hotel, así que me avisó que iríamos.  “Ya estás en edad para acompañarme a esto también Luchito”, me dijo. Era la primera vez que iría a un velorio.

Llegamos a la iglesia en el centro de la ciudad, y no pudimos encontrar el velatorio. Mi papá le preguntó a un anciano, sentado en la última banca del templo, dónde quedaban los velatorios. Siguiendo sus indicaciones, llegamos al único que estaba abierto en ese momento. Era la primera vez que yo entraba en uno y contrario a lo que esperaba, no sentí miedo. Aún no.

Era un ambiente amplio, piso de parqué oscuro y paredes enchapadas en madera. Dos largas filas de sillas plásticas habían sido colocadas a los lados para los visitantes. El féretro estaba al centro del salón, hacia la pared posterior. Era de madera caoba, muy brillante. La luz de las dos arañas que colgaban del techo se reflejaba en él. Había lágrimas y coronas de flores colocadas a ambos lados del ataúd.

Aunque el ambiente me pareció menos sombrío de lo que esperaba, preferí quedarme cerca a la entrada, y me senté en la primera silla. Mi papá se encontró con algunos amigos con quiénes conversó —hasta animadamente diría yo—. Ocupé mi tiempo mirando hacia la calle, y tratando de identificar la marca y modelo de cada automóvil que por ahí transitaba. Era mi distracción predilecta, y era muy bueno en ello.

Poco después, un señor de la edad de mi papá, pero más alto y delgado que él, se sentó a mi lado. Estaba concentrado en mi pasatiempo favorito y no le vi aproximarse. "Aprovecha la vida hijo. Has las cosas que quieras hacer sin pensar en los demás. Yo no supe hacerlo y mírame ahora", me dijo en voz baja y fatigada. Se levantó y se fue. 

No le di mayor importancia. Tenía nueve años. Ahora, a mis cuarenta y cinco, una frase como esa me llama a la reflexión, pero en ese entonces lo único que quería era regresar al hotel y ver televisión. «Toyota Celica 81, algún día tendré uno igual» pensé al ver pasar un deportivo rojo. 

“Ven acá Luchito. Hay que despedirnos de mi amigo” dijo mi papá. Apoyó su mano derecha en mi hombro y nos acercamos al ataúd. «Acá viene la parte difícil», pensé, pero fue mucho peor que eso: el hombre dentro del cajón era el mismo que unos minutos antes me había aconsejado sobre la vida y cómo vivirla a plenitud.
  
Sentí que me desmayaba. Mis rodillas temblaban y mis piernas con dificultad me sostenían en pie. Tenía la piel de gallina en todo el cuerpo y podía sentir en mis brazos y piernas, incluso en mi cabeza, los pelos de punta. Pero… era imposible, tendría q haberlo imaginado entonces. Solo atiné a cerrar los ojos, secar mis manos en mi pantalón y juntarlas en oración, como vi que lo hacía mi papá. Incliné mi cabeza hacía un lado. No quería por nada del mundo ver nuevamente al finado, ni siquiera para encontrarle algún rasgo distintivo que me confirmara que no fue él quien me había hablado.

No le conté a nadie lo que me había pasado. Durante semanas no pude dejar de pensar en ello y tuve pesadillas. Con el tiempo, traté de olvidar aquel episodio, y los miedos poco a poco fueron cediendo, pero no del todo.

Un par de años después, mi papá estaba en su estudio revisando sus álbumes de fotos, de los muchos que tiene. Me senté a su lado y él, orgulloso, me iba precisando los datos de las fotos: la fecha, la ubicación, quién y en qué circunstancias se tomaron.

En eso lo vi: ahí estaba el señor que dos años atrás, me aconsejó que viviera la vida sin importarme nada. Sentí otra vez las mismas sensaciones de aquella noche en el velorio, pero esta vez me recuperé más rápido.

—Papá, ¿este es tu amigo q murió hace un año, di?  —le pregunté. Estaba dispuesto a por fin contarle lo que me había pasado. Talvez eso alejaría de mí las pesadillas q aún, de vez en cuando, me atormentaban.
—No, hijo —contestó— Ese es su hermano gemelo.

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