sábado, 4 de enero de 2020

El mismo nombre, ¿estás seguro?



He leído en internet las opiniones de psicólogos que coinciden en que, al nombrar a tu hijo como tú, de alguna manera le obligas a ocupar tu lugar. Incluso, a seguir tu mismo destino. Otro especialista, vas más allá y señala que cuando se bautiza al bebé con un nombre se le otorga una identidad. Por lo tanto, los nombres que recibimos son como contratos inconscientes que limitan nuestra libertad y condicionan nuestra vida.

 Mi hijo lleva mi nombre, completo: Germán Adolfo. Y no fueron pocas las personas que no estuvieron de acuerdo por razones que encajan en lo señalado por los especialistas a los que me refiero en el párrafo anterior. Pero, en mi defensa, les contaba yo la historia detrás de mi nombre. Y espero, con las mismas salvedades que me dio mi padre, mi hijo —en un futuro no muy lejano— cuente la historia detrás del nombre de su hijo.

Mis padres ya tenían tres hijos: Margarita Esther, Pedro Antonio (primer varón: nombre del padre) y Kathia Lucía. Karina Sabina, que nació antes de Kathilú, falleció a los días de nacida. A pesar de la recomendación del doctor de no tener más de dos hijos, mi mamá estaba ya en su quinto embarazo.

Mi papá, amiguero él como siempre, le tenía mucho afecto a un abogado con el que había forjado sólidos lazos de amistad, desde la época en que vino a Lima a concursar para una plaza en el Fuero Agrario hacía ya varios años.  En una francachela, probablemente entre Pisco y Nazca, mi padre le ofreció a su amigo, bautizar a su próximo vástago —en caso sea un varón—con su nombre: Luis Felipe.  

Al día siguiente, durante el desayuno, mi papá le contó a mi mamá del ofrecimiento que le había hecho a su colega y amigo, Luis Felipe.

—No va a poder ser —le dijo mi mamá. 
—¿Por qué no, vieja? —preguntó mi papá.
—Es que ya le he mandado una carta a tu papá, en donde le digo “Papa Germán, estoy embarazada nuevamente, y si es un varón, quiero que lleve sus dos nombres: Germán Adolfo, completo.
—¡Qué gran detalle, Mayga! —se emocionó mi padre.
—Claro, Germancito le ha puesto Alberto Germán a Beto. —explicó mi mamá— Y Carlín tiene también un Germán, pero es Fernando Germán, el Yuyú.  
—Me parece perfecto, vieja. Ahora le diré a Almenara que tendrá que ser el padrino entonces. —concluyó mi papá.

Desde muy pequeño mi papá me contaba esta historia, siempre con alegría y orgullo en el rostro. Que gran detalle el de tu mamá, decía. Y me pedía, además, que siempre y cuando mi pareja estuviera de acuerdo, bautizáramos nosotros también a nuestro primogénito con mi nombre completo. El nombre de su padre, que con mucho amor mi mamá decidió para mí.

Así que, haberle puesto mi nombre a mi hijo varón, no es acto de vanidad o de egoísmo al negarle un nombre distinto al mío. Es un reconocimiento al profundo amor que tengo por mis padres, y que mi esposa supo reconocer y compartir.

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