miércoles, 22 de enero de 2020

El sueño


Era una tarde de invierno. Estaba al borde de un acantilado mirando el mar, de un gris muy oscuro como las antiguas pizarras de mi colegio. Olas gigantes y espumosas como las manchas blanquecinas que quedaban al borrar las marcas de la tiza, reventaban estruendosas entre sí. Faltaban horas aun para el ocaso; sin embargo, el cielo sombrío y plomizo, le quitaba claridad y horas al día.


Sentía frio: vestía un polo de mangas cortas y bermudas. El viento venia cargado de ínfimas gotas de garua que me golpeaban, sin fuerza, el rostro y las extremidades. Era, todo en conjunto, una escena sombría y tenebrosa. Ya antes había soñado con ese ambiente, y como presintiendo que algo horrible podría suceder, desperté. Como muchos, yo puedo en ocasiones controlar mis sueños. En realidad, el despertar de ellos.

Con las ventanas de mi habitación abiertas de par en par, la brisa fría y huracanada, entraba sin impedimento. Me sentía perdido. «¿Está amaneciendo?, ¿Qué día es?» pensé. Por unos minutos permanecí desorientado. Luego me di cuenta: había dado una larga siesta. Por la casi penumbra en la que me encontraba, calculé que serían casi las siete de la noche.

El departamento que entonces alquilaba tenía forma rectangular. Había dos ingresos: uno a la sala y el otro a la cocina. Luego venia un pasadizo —con un baño al lado— que conectaba con las habitaciones. Aún recostado en mi cama, sentí un ventarrón que llegaba desde aquellas puertas. Podría asegurar que las habían dejado abiertas. Llamé a la chica, “Margarita”, nada. Llamé a mi esposa, “China”, nada. A mi hijo de siete años, “Germancho”, nada. «Estoy solo. Habrán salido, dejando las puertas mal cerradas» pensé.

Estaba sobándome los ojos y bostezando, tratando de aterrizar nuevamente en este planeta, cuando escuche quejidos de niño. Venían de afuera del departamento, pero los podía escuchar porque las puertas estarían abiertas. Me incorporé y fui hacia la sala. “¿Germancho…?” pregunté. Los lamentos continuaron. Seguí avanzando. “¿Germancito…, hijo…?” volví a preguntar, asomándome a su habitación. Atravesé el pasadizo que une las habitaciones con la sala, y vi ambas puertas abiertas. Los quejidos se convirtieron en llanto, y provenían de la escalera exterior. “¡Papá, papá, ayúdame!” escuché suplicar a Germancito. “¿Dónde estás, hijo?” grité con todas mis fuerzas, y desperté. Esta vez, de verdad.

¿No será que nuestra vida es el sueño de alguien, y nuestra muerte, su despertar?

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