sábado, 30 de noviembre de 2019

Permiso concedido

Pilar y Melissa vinieron a iniciar sus estudios superiores a la capital y se hospedaron en la casa de sus tíos Pedrín y Margarita en el límite entre los distritos de Lince y San Isidro. Era una zona residencial, pero a escasas cuadras de todo lo que en un distrito popular como Lince ofrecía: mercados, bodegas, panaderías, chifas y demás.

El tío Pedrín instaló una división de madera en el amplio dormitorio de Luis, su hijo menor de trece años. Un muchacho menudo y pequeño para su edad, a quien el desarrollo aún le era esquivo.

Pili y Meli, como se las conocía, compartían una cama de dos plazas a su lado de la división, y ahí se hallaban sentadas con su primito, conversando como todas las noches después de la cena.

—Anda compra una Coca-Cola, hijo —le pidió su padre. Apenas asomándose por la división.
—Ya pa’. Voy en el carro —contestó Luis, muy seguro de cada una de sus palabras.

Sus primas sonrieron y se miraron cómplices. Eran conscientes de lo atrevida de la afirmación de Luis, y sabían que él iba en serio.

—Anda pues, pero ya tú ve si te para la policía —le desafió su padre, lanzándole las llaves hacia la cama.

Las hermanas se volvieron a mirar, pero esta vez con desconcierto. Luis, siempre acompañado por su padre, manejaba por las noches cuando regresaban de alguna reunión. Pero sin él de copiloto, se limitaba a guardar los carros en la estrecha cochera

Como expelido por un resorte, Luis se incorporó, tomó las llaves del auto y fue escaleras abajo en busca del pequeño VW escarabajo. No era el carro que solía manejar con su papá, pero lo conocía bien. Con César, el chofer, había acumulado cientos de horas de manejo en años, sin que su padre lo sepa.

Acercó el asiento lo más que pudo —aún así tuvo que alejarse del espaldar para llegar a los pedales— acomodó los espejos a su posición de conducción y prendió el motor. Eran más de las nueve de noche y la avenida de su casa estaba despejada. La tienda de Don Juan, alias Rata Gorda, estaba a unas tres cuadras de distancia, a solo un giro a la izquierda de su lugar de partida, en la recta de Eduardo.

Luego de retroceder para sacar el VW de la quinta donde vivía, Luis puso primera y salió en busca de la Coca-Cola, pero para él era mucho más que eso. Era una conquista, era un sueño hecho realidad: por fin podía manejar solo y con la venia de su querido padre. Ya era un adulto.
«Pucha, cómo no está Edu por acá» pensó cuando pasó por la casa de su amigo. Un poco más allá, detuvo el pequeño bólido, justo frente a la tienda del Rata Gorda.

Bajó del carro con la autoestima al tope. Tenía su propio auto y podía ir a donde quería. —Una Coca-Cola familiar por favor —pidió entregando el envase vacío. Don Juan - le devolvió uno lleno, recibió el pago y entregó el cambio. «Nombre de casanova para este tío gordito, encima con esa chapa tan horrible» pensó y sonrió.

El camino de regreso pudo ser el mismo si hacia un giro en U, pero prefirió darle una vuelta a la manzana; así manejaría más y su victoria sería mayor. Giró a la derecha en José Leal con precaución.

Avanzó unos cincuenta metros y una luz reflejada en el espejo interior lo encegueció por un instante. Cuando pensó que la luz se alejaba, miró a su izquierda y un policía le indicó que se estacionara. Tuvo que llegar a la esquina, girar a la derecha –se aseguró de activar la luz direccional– para finalmente estacionar el carro al lado derecho de la calzada.

No estaba nervioso. Sabía que alguna falta al reglamento estaba cometiendo, pero tenía el permiso de su papá, así que respondió al interrogatorio del policía con naturalidad.

—Su brevete —pidió desafiante el policía.
—No tengo señor.
—Su libreta electoral. —exigió nuevamente.
—Tampoco tengo señor.
—Su libreta militar entonces —solicitó el policía impaciente.
—No señor, tampoco. Soy menor de edad. —explicó Luis. Sentía cómo la adrenalina iba corriendo por su sangre.
— Ya, ya chibolo. Maneja hasta casa. —ordenó el otro policía —con cuidado carajo!

Luis subió al auto, desconectó las luces de emergencia que –aunque no era necesario–- había prendido y encendió el motor. Tuvo mucho cuidado en activar la luz direccional en cada giro, y manejo con prudencia hasta la quinta. Los dos policías estacionaron su patrullero en la avenida, a la entrada de la quinta. No bajaron.

Pili y Meli escucharon el ruidoso motor del VW y se asomaron por la ventana del segundo piso a ver llegar a su primo.

—Luchito, te has demorado un poco. ¿Todo bien?  —preguntó Pilar.
—Si Pilita acá esta la gaseosa. Pero ha habido un pequeño problemita —había una media sonrisa en el rostro de Luis.

Meli, sacó entonces medio cuerpo por la ventana y miró hacia afuera de la quinta. Le extrañaba ver una luz roja y azul intermitentes. No le tomó nada de tiempo saber qué pasaba.

—Melisita, ¿Llegó Luchito? —preguntó el tío Pedrín desde su habitación. Sonaba orgulloso de la primera victoria de su winsho, su último hijo.
— Si tío Pedrito, pero ha venido con un patrullero creo.
—Dile a mi papá que baje, Pili. Unos policías quieren hablar con él.

El tío Pedrín había estado con el pijama puesto, viendo su novela. Abrió el closet y se envolvió en su bata marrón de baño, se calzó sus viejos y entrañables ojotas –que él llamaba mis yanques –, puso una de sus tarjetas de presentación dentro de su carné y bajó al encuentro de los agentes del orden.

Pasó delante de Luis y le pidió las llaves. No le dijo más nada. Él había autorizado esta primera incursión en la adultez de su hijo, quien subió a su cuarto y de inmediato comenzó el interrogatorio.

—Luchito, primo, ¿Qué ha pasado? ¡Cuenta!

—Oficiales, buenas noches.

—Nada Meli, yo llegué al rata gorda tranquilazo.
— Ya, ¿y?
—Y bueno, bajé del carro, entré a la bodega y pedí la Coca-Cola, y la pagué. Fue un toque. Pensé en buscar a mi pata Edu que vive al costado, pero dije no. Mejor no.

—Buenas noches Sr.
—Permítanme presentarme: soy el Dr. Pedro Olórtegui. Acá les entrego mi tarjeta y mi carné.
—Buenas noches Dr. Olórtegui. Como sabrá, su mejor hijo ha sido encontrado a las veintiuna horas con diez minutos de la noche del presente día operando un vehículo automotor sin los documentos necesarios para tal operación.

—Pero al pasar por ahí, al llegar, ¿no habías visto al patrullero?
—La verdad que ni me fije Pilita. Yo solo manejé con cuidado. Ni siquiera hice sonar las llantas en las curvas.
—No será que ese mañoso del rata gorda… ay que feo apodo… pero has visto como nos mira hermana? Bueno, ¿no será que ese adefesio buchisapa del Don Juan les alertó?
—No creo. Todo fue rapidazo. Ni bien di la vuelta de manzana… ¡tamare! Debí dar vuelta en U ahí nomá… Ni bien di la primera vuelta, ya estaba esa lucezasa en mi ojo.

—Este muchacho! Maneja desde los cinco años. Yo lo sentaba en mis piernas y él llevaba el timón; luego, los cambios; y ya acá en Lima, cuando vinimos la familia completa porque me nombraron Vocal Supremo del Tribunal Agrario, todo el carro.
—Si doctor, entiendo. Pero esta es una falta grave. Como mi compañero puede constatar, su menor hijo no mostró ningún tipo de documento cuando se le fue requerido por la autoridad. Además, no respetó las señales de tránsito ni operó de manera apropiada las luces indicadoras.

—Pero y qué te dijeron los tombos?
—Me pidieron mis documentos pues, y yo solo tengo mi carné de aguilucho de Faucett de cuando fui a Moyobamba en avión. Luego me dijeron que maneje de vuelta a casa. Vine despacito, parando en cada esquina y poniendo todas las direccionales.

—Oficiales, tienen toda la razón. Es una falta grave y lo peor es que yo, en broma, le contesté a mi hijo que podía llevar el carro. Jamás pensé que lo tomaría en serio. Les ruego que, únicamente por esta vez, perdonen la falta de mi hijo, que en realidad es la mía. Tiene mi número ahí en la tarjeta, si en algún momento tiene alguna consulta jurídica.
—Bueno doctor Olórtegui, usted sabe cómo está la Policía, y esta es una falta grave: multa e internamiento del vehículo automotor en cuestión. Y…
—Como les repito oficiales: están en todo su derecho de proceder de acuerdo al reglamento, pero somos seres humanos y debemos también siempre ver los atenuantes del deli…de la infracción. Me encargaré de que esto jamás vuelva a ocurrir.

—Ay primito, espero que te sirva de lección. Ven acá, dame un abrazo.
—¡Pero que conste que mi papá me autorizó ah! Además, no choque a nadie ni a nada, y la gaseosa llegó intacta.  

—Está bien doctor Olórtegui. Esperemos verlo pronto, pero en otras circunstancias. Tenga su carné.
—Gracias oficiales. Muy agradecido.

Pedrín logro sortear con éxito el “requerimiento” de los policías. Se sentía satisfecho y no estaba molesto con su hijo. Sabía que, a la mínima oportunidad, Luis iba a tomar el carro si es que contaba con su autorización. Y este había sido el caso.
Subió la escalera velozmente como lo seguiría haciendo por más de treinta años, entró a su cuarto, se quitó la bata marrón, y se dirigió al cuarto compartido.
Con la mirada fija en su hijo, el ceño fruncido, lanzó las llaves nuevamente a la cama y dijo: “Luis, anda guarda el carro”. Pilar y Melissa empezaron a reír y Luis suspiró aliviado. La había sacado barata. No tanto en realidad.

Un par de meses después, a pocos días de la navidad, los oficiales aquellos pasaron a saludar al Dr. Olórtegui y exigir su presente navideño. Luis, ese año, se quedaría sin el suyo.

viernes, 29 de noviembre de 2019

Una vuelta

Un viernes, cuando el ocaso iba cediendo a la noche, decidí dar unas vueltas por ahí con Nair, y tomé prestado —sin autorización— el auto de mi papá. Puse un casete de Depeche Mode a todo volumen y avancé los pocos metros que separaban mi casa de la suya.

Como todos los días, ella me esperaba en la puerta de su casa para comentar los sucesos del día en el colegio o para contar las hormigas que desfilaban, diligentes y metódicas, en su jardín. Y si algunas veces no había de qué hablar, el silencio no nos era incómodo. Era la amalgama de nuestra amistad.

—Sube Naysha —le dije emocionado— Vamos a dar una vuelta.

Ella estaba tan entusiasmada como yo, y subió sin remilgos. Pude ver la emoción en sus ojos y sentí la propia en todo mi cuerpo. Se acomodó de copiloto y cerró la puerta.

—¡Ya vamos Geremy, antes que nos vean desde tu casa!

Las manos me sudaban y sentí mi corazón a todo galope. Enganché primera y transmití todo ese vértigo a la máquina, hundiendo mi pie derecho en el acelerador. Mantuve el otro a medio camino en el pedal del embrague y logré que las llantas rechinaran por un momento, dejando una estela de humo antes de partir raudos.

Nair me miró deslumbrada. Ella sabía de mi pasión por los automóviles, pero ahora me veía en acción. Mi mano izquierda atenazaba el volante mientras que la derecha empuñaba, férrea, el pomo de la palanca de cambios. 

Aceleraba a full en las rectas haciendo los cambios sin soltar la palanca. Luego, a unos diez metros del cruce, enganchaba la segunda. Mantenía el embrague a fondo, daba la curva, y soltaba rápidamente el pedal. Las revoluciones del motor subían y éste rugía como un león. La tracción trasera del viejo Toyota hacia que el auto patinara. Yo corregía ese sesgo en la parte posterior girando el volante hacia el lado contrario.

Naysha estaba fascinada con mi conducción. Le encantaba –me confesó después- mi forma de hacer los cambios, sin retirar la mano del pomo. Teníamos quince años, y esta era, como el tema que sonaba fragoroso en ese momento —Personal Jesus— nuestra aventura personal. La intersección de Jesús vendría después.

Ya era completamente de noche. Aceleré en una recta larga, al costado de un parque, esperando la intersección propicia para una buena curva —tipo Los Magníficos, la denominaba— cuando, de repente…

— ¡Germán! ¡Cuidado! —gritó Nair con todas sus fuerzas, mientras se aferraba con las dos manos al tablero del Toyota. Fue un grito angustioso. Debe haber visto toda su vida pasar en ese instante.

— ¡Mierda! —exclamé y presioné el pedal del freno hasta casi atravesar el piso del auto. Giré el timón hacia la izquierda y levanté el freno de mano para ayudarle al carro a frenar. Las llantas rechinaron en un gemido casi animal hasta que el auto se detuvo.

En la zona donde vivíamos, el alumbrado público era escaso; y los pocos postes de luz que habían estaban casi siempre apagados debido a los apagones, cortesía del terrorismo de la época.

Bajamos del Toyota, y nos dimos cuenta de que —a menos de un metro de donde el auto se detuvo— había una zanja de talvez un metro de profundidad. Mis piernas me temblaban y mis rodillas casi podían chocarse la una con la otra. Nair estaba pálida y se llevó ambas manos al rostro.

—¡Geremy, acá nos matábamos! —me dijo nerviosa.
—Nada que ver Naysha —le dije tratando de disimular mi desazón— Acá estas con Meteoro.
—Pero si no habías visto este tremendo huecazo.
—Bueno, pa’ que veas que bueno es este carro.
—Pucha, de la que nos salvamos —suspiró Nair aliviada.

Subimos al auto. Bajé el volumen de la casetera hasta el susurro, y regresamos a casa en silencio. Un silencio cómplice y cómodo, como el de dos verdaderos amigos.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Los cuentos de la noche

Así lo escribí hace diez años. Ahora mi hija tiene doce años, casi trece. Lo iba a editar, corrigiéndolo, agregándole recuerdos; pero no, lo dejo tal cual:

Ella no puede, no va a dormir sin su cuento de ley. Y tiene su mueble, no me deja estar ahí, menos si estoy con la laptop. "tu tale, papá" me dice. Y bueno, su palabra es ley. Yo salgo.

Y ella siempre está dispuesta a contarle el cuento, siempre. ¿Habrá alguien mejor que ella? No creo. Y por eso estuve, estoy y estaré para Ella.


"No e buo" dice ella. Ella le dice "Sí pues, no es un búho". "Nona nitos". ¿Qué? Me pregunto. Ella también. "Ah ya" dice Ella, "los siete enanitos". Es el cuento de esa bruja loca y envidiosa que envenena a la bella dama para que su espejo no le siga haciendo roche diciéndole que Blancanieves es la más hermosa.


Bueno pues, mi propia Blancanieves, la más hermosa de las mujeres, esta con la más hermosa de las bebitas del mundo, contándole el cuento a la vez que la educa (le pregunta por cada cosa del cuento). ¿Seré yo el príncipe encantador? Nica, pero sí soy el ángel de la guarda, de ambas (y de Él también).

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Nuevo look

Tercero de media está a medio tramo en el larguísimo camino de la secundaria. Es un período crítico en nuestro desarrollo, tanto personal como social. Es la época de las hormonas en ebullición. Ocurren cambios en nuestra personalidad y apariencia, sean estos naturales como las desagradables erupciones o producidos, como un cambio de lookAl menos lo era hace treinta años. Hoy, la adolescencia se ha adelantado, y lo que sentíamos y hacíamos a los catorce ahora sucede a los once, o menos.

Michael apareció ese lejano 1988 con una apariencia distinta. Algo había cambiado en él. Estaba más alto y delgado como casi todos en el salón –yo no– pero eso no era todo. Era su cabello: había cambiado. Yo lo recordaba ondulado. Meses de aplicarse con regularidad Suave Gel de Helen Curtis, habían convertido su antes sinuosa caballera en una pelambre crespa, tupida e impermeable.

Humberto, que aún no era ni Pez ni Chito, llegó también con el cabello engominando con no sé si Helen Curtis o Glostora, pero el brillo en su cabellera era intenso, acentuado por el sol de verano. Él, como muchos, se encontraba en una tenaz lucha contra el despreciable, pero ineludible, acné.

Está claro que la moda era el peinado hacia atrás, con kilos de gel. Sin embargo, Rodrigo estaba ahí para alejarse de la norma; para ser la excepción a la regla. Para ser único. Él llegó con un peinado wave: el cabello rapado atrás y a los lados, pero crecido en la parte superior. Era una versión primigenia del famoso ‘hongo’ de los noventas.

Yo también llegaba con nuevo look. Llevaba ya tres meses usando un corsé de Milwaukee durante veintitrés horas al día. Esta era una armazón, un andamiaje de barras de aluminio -una adelante y dos atrás- que iba desde la cintura hasta el cuello, comenzando en una base de cuero y terminando en un collarín. Tenía la columna desviada de nacimiento, y luego de años de inútiles terapias –más por mi desidia que por la terapia en si- el doctor aseguró que era la única opción que me quedaba para enderezarla. Mis huesos estaban ya solidificándose. Caballero, no me quedó otra.

Sabía que iba a ser difícil acostumbrarme a estar rígido desde la cintura para arriba, día y noche, durante dos largos años. Sin embargo, durante ese verano logré dominarlo por completo: caminaba, corría, montaba bicicleta y hasta el carro de mi viejo podía manejar. Había días en los  que me lo quitaba sólo para bañarme y de inmediato me lo volvía a poner. Durante el verano, visité a mis amigos con mi cuerpo –como bautizaron al corsé- así que, para abril, cuando comenzaron las clases, estaban acostumbrados a verme usándolo y yo a usarlo.

En realidad, para mí, usar ese exoesqueleto me trajo ventajas como no hacer las tareas: “miss, tuve que ir a mi consulta a la clínica San Juan”, evitar la formación escolar de los lunes: “miss, el doctor me ha dicho que no esté tanto rato parado” o sortear las infames clases de educación física: “profe, el doctor me ha dicho que no haga el más mínimo esfuerzo físico”. Y la principal: me enderecé y crecí.

Hasta en situaciones extremas, mi supuesta condición de discapacitado, generaba conmiseración. Recuerdo una en particular con la miss Inés.

La profesora dejó el aula, y encargó la disciplina a los policías escolares: “school policemen, take care of the class” decía. El salón quedó acéfalo, sin dirección, y la anarquía y descontrol se instalaron. Poco era lo que la autoridad a cargo –school policemen— podía hacer.

 No sé por qué me asomé por la puerta, y miré hacia el pasadizo. Vi venir entonces a la profesora. De inmediato cerré la puerta. —¡La Inés, ahí viene la Inés! —alerté. Todos en el salón regresaron a sus carpetas y el silencio se instaló.

Segundos después ella entró. Tenía —era su rictus clásico— la boca estirada hacia un costado, en una mueca de desprecio, como si estuviera oliendo algo desagradable. Tercero de media, cuarenta y dos adolescentes en pleno verano en un ambiente con poca ventilación. No la culpo.

—¿Quién me ha tirado la puerta en la cara? —preguntó.

Tenía la mirada fija en algún punto hacia su lado izquierdo. Luego hacia el derecho. Yo no me di por aludido puesto que yo no había tirado la puerta, la había cerrado. El salón era un cementerio de noche.

— ¡He preguntado quién me ha tirado la puerta en la cara! — Insistía en la pregunta. Sus ojos, de por sí saltones, parecían ahora salir de sus orbitas. Sus fosas nasales se dilataban al máximo haciendo más evidente su temprana rinoplastia.

—Yo he sido miss, pero no he tirado la puerta —confesé a medias. Me levanté de mi sitio y me paré a un costado. Lo hice con dificultad, como si mi cuerpo –el corsé– me incomodara y me causara dolor.

Me quedó mirando con sus ojos saltones, su nariz respingada y sus cejas arqueadas. Yo le sostuve la mirada.

—¿Quién le cree a Tejada? —preguntó desafiante, con ese mohín suyo de desprecio.

Para mi orgullo, no sólo mis amigos se levantaron de sus asientos, sino también algunas amigas. Se podría decir que mis amigos lo hicieron por lealtad al hermano en desgracia, en un acto noble; pero las chicas sí creían realmente en mí. O eso quise creer yo.

—Siéntate no más— me dijo mientras con su mano derecha hizo el ademán de sentarse que un amo le haría a su perro.

Y comenzó con una larga y agría perorata dirigida a mis files amigos y amigas, en la cual vociferó –entre otras afrentas– que ellos seguramente quedaban al cuidado de empleadas y que sus padres no los educaban como deberían hacerlo.

Yo, bien sentado. 

Al año y medio de usar el corsé, tocaba ir a la clínica San Juan de Dios para un ajuste -seguía creciendo- y hablé con mi papá. Le dije que ya estaba cansado de usarlo, y que sentía que me limitaba: solo podía hacer el baile del robot en los quinceañeros. Él entendió y estuvo de acuerdo conmigo. Usarlo fue una de las mejores decisiones que tomé mi vida, y pude hacerlo gracias al apoyo de mis padres, y sobretodo, de mis amigos. 

lunes, 18 de noviembre de 2019

Vivir a mil


Esa noche de viernes no estaba tan fría como podría esperarse para casi mediados de Julio. Salí a dar una vuelta y me encontré con Iván. Me invitó a cenar a un chifa en José Leal con Guise, a unas cuadras de nuestro colegio. Era uno de mis chifas favoritos, a pesar de ser de los más modestos.

Unos meses atrás, había comenzado a trabajar como profesor y podía darme algunos gustos, antes negados para un joven estudiante. Sin embargo, ese restaurante siempre era mi primera opción, y más aún cuando ya no dependía de la caridad del mozo para el vasito con agua (no me alcanzaba para la gaseosa).

El chifa en cuestión era un local modesto, un típico chifita de barrio. Tenía una entrada angosta, decorada al estilo de una pagoda oriental, con ribetes dorados y gruesas rejas. Predominaba el rojo en todo: en los cerámicos de la entrada, en las paredes y en los manteles de las mesas cuadradas. Había encima de cada una un servilletero Coca-Cola -también rojo- y una botella de sillao, con tapa roja.

No era casualidad que Iván me haya llevado a ese chifa. Resulta que era el favorito de sus papás. Conocían al cocinero, y este les preparaba los platos más selectos. En más de una ocasión me encontré con ellos: yo con mi menú de cinco, ellos con su opíparo banquete.

A medida que el mozo iba trayendo la comida, - no dejaba de bromearle, haciéndole creer que se había equivocado de plato, o que nos debían preparar un plato cuyo nombre él inventaba. “Si o no, Germán. Tú ya has comido eso, si o no” me decía, giñando un ojo.
Trascurría así la cena, entre wantanes y siu-mais, conversando de todo, cuando me mencionó que estaba a punto de llegarle la sorpresa. Que nos tenía una sorpresa.

—Habla pues, ¿Qué es? ¿Un carro? —le pregunté.
—Es LA sorpresa —me dijo sonriendo, siempre sonriendo, y ladeando su cuerpo.
—Entonces debe ser LA camioneta, o LA moto —le dije.

Iván vivía a mil por hora. Le encantaba competir y ganar. A fines de quinto de media, un grupo de alumnos debimos dejar el colegio intempestivamente, y terminamos dispersos en instituciones algo relajadas en sus horarios y disciplina. Iván se hacía con el auto de su papá -un Ford de los setentas, colosal lancha de ocho cilindros- y recogía al resto de los expatriados para un vertiginoso paseo.

Se divertía cediendo el pase a ingenuas chicas en las esquinas, para de repente, acelerar y volver a frenar; cosa que las hacia brincar felinamente con el espanto dibujado en sus rostros. La memorable: aquella ocasión en la que forzó al máximo los ocho cilindros del Ford en la Cesar Vallejo. ¡Pero en contra!

Esta sed de adrenalina, de ímpetu y velocidad, decantó de manera natural en su afición por las motos. En mi vida, creo que me he subido a una motocicleta en dos o tres ocasiones. No más. Iván siempre quiso darme un paseo en la suya. Yo siempre me negué. Kike Mendoza fue uno de los que sí se subió y recuerda que hizo el tramo de su casa a mi casa -unas 12 cuadras- en lo que le tomó dos veces pestañear.

Al día siguiente, sábado por la noche, fueron un grupo de amigos, casi toda la mancha, a buscarlo para salir a huevear como siempre. Tocaron el timbre y les atendió su padre. Les dijo decir que Iván ya estaba durmiendo. Se había acostado temprano el angelito. «Que raro» pensaron y al retirarse, vieron a un lado de su casa, en la quinta de Alex Horna, una moto. Era "LA sorpresa" de la cual Iván me habló la noche anterior en el chifa.

Ya era domingo, y tenía en casa trabajando conmigo –trabajando es un decir- a un amigo del instituto. Me habían contratado para desarrollar un sistema, y Osquítar me ayudaba con la programación. Al menos cuando no dormía mientras yo estaba fuera jugando fulbito con mis amigos. En algunas ocasiones incluso él también jugó esos memorables partidos en el Parque Castilla.

Era mediodía y estaba en la cocina, preparando un tacu-tacu para departir con Osquítar cuando el teléfono sonó. Subí a contestar. Era Oscar, el hermano mayor.

—Germán, hola. Soy Oscar.
—Hola Oscar, ¿qué tal? –pregunté. Me pareció raro que él me llamara.
—Iván ha tenido un accidente. Estamos en el Hospital del Empleado –me dijo con voz apagada, temblorosa— Avisa a todos y vengan para acá. Está muy grave.

Después, en el hospital, me comentó que había conseguido mi número telefónico por una tarjeta mía en la billetera de su hermano. En el instituto me había hecho unas tarjetas de presentación. Jamás imaginé el rol que jugaría una de ellas en esta historia.

Colgué y desperté a  Osquítar. Le conté lo sucedido y le dije que procediera con el tacu-tacu. Salí presuroso al Hospital del Empleado, a no más de un kilómetro de distancia. Tenía en la ruta –a la vuelta de mi casa en realidad- a Jota Ramírez. Toqué su timbre, le silbé varias veces. Aquel silbido distintivo con el que nos aunábamos para los partidos o las fiestas.
Salió por su balcón y le dije que bajara al toque, que Iván se había accidentado. Bajó y mientras caminábamos hacia el hospital, íbamos especulando sobre el tipo de accidente que habría sufrido Iván. Coincidíamos en que debía estar relacionado con la moto. Con LA sorpresa de la noche anterior.

De un teléfono público a medio camino, llamé a Eduardo Field, dentro del grupo de amigos, él era el más cercano a Iván. No estaba en casa, así que dejé el mensaje con su mamá, no doré la píldora: el asunto era muy grave.

Al llegar al hospital, Renzo, el hermano menor, nos dijo que Iván estaba muy grave. El pronóstico era desalentador: los doctores habían dicho que, si sobrevivía, quedaría con secuelas de por vida. El traumatismo había sido muy severo.

Ahí supimos cómo fueron los hechos:  alrededor de las diez de la mañana, Iván iba, llevando a un amigo suyo, a la iglesia de Canevaro a bendecir su nueva moto. En el cruce de Tello con Garcilazo –a una cuadra de mi casa–  un auto lo había impactado a poca velocidad en la rueda trasera de la moto. Al parecer, un microbús no le permitió ver que, en ese momento, un carro cruzaba. El acompañante salió ileso, con tan sólo unos rasguños mientras que Iván tuvo la mala fortuna de impactar de cabeza contra un árbol. No llevaba el casco puesto.

Empezaba a anochecer y hacía mucho frio. Cada vez llegaba más gente al hospital. Yo regresé a mi casa por abrigo y conté lo que había sucedido. Mi hermana me dijo que podía usar su auto. Fui a ver a mi china a la casa de una amiga suya en San Isidro, donde se encontraba haciendo un trabajo para la universidad. Le conté todo y le dije que la tendría informada. Yo regresé al hospital.

Iván resistió hasta bien entrada la noche. La sala de emergencia donde lo atendían, estaba cerca de nosotros. O eso pensábamos, no sé. No recuerdo exactamente a qué hora fue, pero ese típico sonido intermitente que se escucha en las películas, se convirtió en un pitido continuo.

Dos momentos llenaron de una infinita pena mi corazón, el primero: cuando fui al Estadio Nacional a comprar un arreglo florar para mi amigo. Apreciar todo el negocio que se mueve en torno a la mayor de las tragedias, y el segundo: cuando le di el pésame a la mamá de Iván. Me miró, me tomo de las manos y el rostro y me dijo despacito “tú estuviste el viernes con Ivancito en el chifita”. ¡Dios mío! No existe una palabra en el diccionario para quien pierde a un hijo. Es un dolor que nadie está preparado para padecerlo. Ahora que soy padre, ese momento me duele más.

No fui al entierro. Tenía que trabajar y hubiera sido muy complicado en tan poco tiempo conseguir un reemplazo. Y aunque lo hubiera conseguido, creo que ya no quería someterme más a todos esos momentos tan desgarradoramente intensos. Era la primera vez que enfrentaba a la muerte tan de cerca.

En la noche, después de dictar las clases, me encontré con todos los amigos que habían ido al entierro. Me contaron que después de salir del velatorio, llevaron el féretro a la calle de Iván, antes de partir al cementerio. Era su último adiós. Después comenzamos a bromear, quizás para distraernos un rato, para relajarnos, para alejarnos por un momento de la realidad tan triste que estábamos viviendo.

Este episodio nos unió aún mucho más a todos los que salíamos juntos con Iván a los quinceañeros (me acuerdo el terno y las zapatillas blancas que más de una vez se puso), a la casa de Braulito, a las pichangas de fulbito, al billar (ahí podían encontrarlo dando su siesta en las bancas al costado de las mesas de billar), a la playa, etc.

Iván fue un gran amigo para todos nosotros. No podías estar serio frente a él. Él nunca lo estaba. Hacia cualquier payasada para alegrarte y hacerte reír. Experto inventado letras de canciones: “A Huacho me fui” (I want to break free, de Queen) por ejemplo, y contando chistes de los que sólo él se reía. Siempre le voy a recordar con esa sonrisa tan suya y esas ganas de vivir a mil por hora.

jueves, 14 de noviembre de 2019

El curso de mecanografía


Una alumnita me dice que su hermano, ya en secundaria, le ha comentado que ya tipea más rápido que yo. Sinceramente, no creo que ese mozalbete sea mejor mecanógrafo que yo.

Esta falta de modestia, si cabe el término, es compartida por todos los que pasaron por mi colegio en la época en que se dictaba el curso de mecanografía. No somos buenos, somos los mejores. Y les diré por qué.

Durante los tres primeros años de la secundaria nos enseñaron mecanografía. Los dos siguientes, taquigrafía; y durante toda la secundaria, inglés (teníamos un excelente laboratorio de idiomas) y computación (acá sí éramos como seis alumnos por PC, pero eran mediados de los ochentas). Se puede decir que mi colegio formaba taquimecanógrafos bilingües computarizados, listos para salir a conquistar el mundo.

Volviendo al arte de escribir a máquina, recuerdo que las clases eran dos veces por semana, dos horas cada día. La sala de máquinas no era ni por asomo, tan avanzada como el laboratorio de idiomas. En su mayoría, eran unas Remington muy antiguas, de color verde olivo o negro como las que se ven en una película de la segunda guerra mundial. El resto, eran más actuales. Ya no tenían esa forma de bota de soldado de las primeras.

Sin embargo, no había suficientes equipos para todo el salón. Yo tenía que llevar el mío porque era uno de los últimos (alfabéticamente hablando) de la clase. Era una maquinita portátil con el estuche parchado, ¡y qué parche! una cicatriz tipo Frankenstein que recorría diagonalmente, casi en su totalidad, la tapa. Mis amigos decían que Dios escribió ahí los mandamientos que luego entregó a Moisés.

Cada máquina, sea del colegio o propia, debía usarse con una "falsa", que no era más que una cartulina tamaño A4 que iba debajo del papel en la cual íbamos a escribir. Para no marcar el rodillo me imagino, dándole más grosor a la hoja.

El teclado se cubría con otra hoja del mismo tamaño, atrapando uno de sus lados con la tapa que iba encima de la cinta en la máquina. La idea era impedirnos ver el teclado colocando nuestras manos por debajo de esta hoja. En las Remington antiguas no era necesario tapar el teclado. Eran de una edad tan incierta que ya los números, letras y símbolos se habían borrado.

El tener yo mi propia máquina de escribir no me dispensaba de usar la falsa ni de cubrir el teclado, pero ya que la conocía tan bien, desarrollé una destreza adicional a mis compañeros: usando mi pulgar izquierdo levantaba cuando era necesario la hoja que cubría el teclado, mientras que con el derecho presionaba la barra espaciadora. Ganaba valiosísimas milésimas de segundo.

Destreza que no dominó mi broder Jackson Vega: estaba en clase, mecanografiando, cuando no se le ocurrió mejor idea que levantar la hoja que cubría el teclado. No era una práctica calificada, así que pensó «¡bah! qué más da». Seguía orondo haciendo su plana, con el teclado totalmente visible antes sus ojos, cuando sintió de pronto en la cabeza, un golpe seco y amplio. Era un Baldor de tapa dura y medio millar de páginas -la biblia del postulante universitario- que la profesora le asestaba con precisión en la mollera. 

asdf ñlkj asdf ñlkj asdf ñlkj
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Los días que teníamos práctica –o evaluación, no recuerdo bien como se llamaba– eran días únicos, singulares, donde cualquier cosa podría pasar. Nuestra profesora era bajita, de contextura mediana. Tenía unos ojos negros vivaces en un rostro ovalado, pícaro. Tenía calle y, además, un tremendo vozarrón, necesario para un aula donde más de cuarenta máquinas de escribir galopaban estruendosas a la vez. Por si las moscas, ella iba a la clase equipada con un micrófono y un parlante. Como lo leen: ¡un micrófono y un parlante! para no malograr su voz.

A excepción de mi gran amigo Guillermo Amésquita, diestro pianista a quien la mecanografía se le antojaba un pasatiempo -estando él ya curtido en el uso de sus dedos- la ansiedad se apoderaba de nosotros.

Había que preparar la máquina: alineando la falsa con el papel en blanco. Introduciéndolos y girando el rodillo hasta la posición adecuada. Soltando el seguro que los ajustaba. Asegurando la hoja que cubría el teclado.

Ahora, había que preparar el cuerpo: subiéndonos y ajustándonos bien las mangas de la chompa hasta los codos. Sería un infortunio que estas cayeran sobre las manos. Acomodándonos el cabello. Secándonos el sudor de las manos en el regazo. Sacándonos conejos de manos, codos y cuello. Y finalmente pasando saliva y esperando…Solo esperando.

No tengo recuerdo del típico pitido que emite un parlante cuando se prende y se acopla por un instante con el micrófono en un tono afilado e irritante. Sí recuerdo que, cuando menos lo esperábamos, un rotundo y resonante grito de "¡YAAAA!" nos marcaba el inicio de la práctica.
Comenzaba entonces el estruendo de más de cuarenta máquinas de escribir a todo trote. Los timbres que anunciaban el límite de una línea reventaban agudos como palomitas de maíz. Era señal de jalar de la palanca de retorno de carro y comenzar nuevamente.

Pasado este trance inicial, parecíamos estar sincronizados. Éramos como esos ejércitos orientales, rigurosamente entrenados, haciendo maniobras con asombrosa precisión. Algunos incluso miraban hacia los lados, seguros de sí mismos, galopando sobre sus bestias de metal, pero ahora con el ritmo de un caballo de paso peruano.

Ese común ejercicio de mecanografía en el que nos encontrábamos; ese momento casi etéreo, que en conjunto habíamos logrado, era desbaratado por un contundente y atronador ¡BAAAAASTA! que salía de lo más interno, de las entrañas mismas de la profesora, amplificado por un potente parlante que le llegaba casi hasta la cintura.

Todos nos deteníamos en el acto. Había pasado lo peor. Habíamos sobrevivido a otra evaluación de mecanografía con la miss Alicia. Se podía ver dibujada en nuestros rostros una leve sonrisa. Nuestros brazos colgaban inertes como ahorcados. Los músculos se relajaban y el ritmo de nuestros corazones disminuía.

La profesora no toleraba que una tecla más fuese presionada después de su aviso. El silencio debía ser absoluto, sepulcral. Me imagino que tomaba como una falta de respeto, como una actitud desafiante, el que algún alumno siguiera tecleando.

Una tecla sonó. ¿O fueron dos? La profesora ubicó el lugar de donde provino el sonido. “¡He dicho que basta!” gritó a la vez que le acarició la patilla izquierda. 

martes, 12 de noviembre de 2019

El Equipo Romantico


ROMÁNTICO: adjetivo. también sustantivo.

1.- Del romanticismo o relativo a este movimiento cultural: "en la obra de este escritor pueden observarse influencias románticas." 2.- [Persona] que defiende o sigue este movimiento cultural: "compositor romántico." 3.- Apropiado para el amor o que lo produce: "lugar romántico". 4.- Sentimental, generoso y soñador: "ese chico es un romántico".

Manuel Mendoza. Kike para su familia y amigos del colegio, Manuelito para sus amigos del trabajo. Mi compadre –es padrino de mi hijo mayor- es una de aquellas personas que siempre tienen la palabra precisa. A él se le atribuye el haber definido a nuestro viejo equipo de fulbito como "el Equipo Romántico", utilizando esta palabra en su cuarta acepción como vemos en el diccionario de la RAE.

Una tarde, allá por el año 86, estaba con mis papás en el viejo Toyota 73, cuando vi a un grupo de muchachos de mi cole en uno de los vértices del Parque Castilla. Kike, Lion, Micky, Toño y Rubén. Probablemente alguien más, pero yo a ellos los recuerdo.

—¡Para papá, acá me bajo! —le dije a mi viejo— son mis patas del cole.

Era invierno. Hacía mucho frío y la garua era intensa. No tenía la ropa adecuada, estaba en jeans y zapatillas, pero aun así la pasé de maravilla. Cambiamos de cancha a la quinta donde vivía; pero, ante enérgico pedido de mis vecinos, hartos de soportar pelotazos en las rejas de sus garajes, regresamos al parque, esta vez por el lado de la calle Sinchi Roca.

Así fue como comenzaron las pichangas de los viernes con mis amigos de toda la vida. Estábamos en sexto grado de primaria. Al principio éramos solo algunos del B los que nos juntábamos para pelotear. Todos vivíamos cerca. Luego, fueron apareciendo más y más jugadores, ya de ambas secciones y de otros distritos.

Los partidos se mantuvieron en actividad casi ininterrumpida por más de dos décadas, y fue así que en algo momento nació el Equipo Romántico: Kike, Lion, Micky, Toño y yo. Creo que si Rubens no lo conformó fue por que no era constante en las convocatorias. No siempre podíamos alinear todos juntos. Sea porque no estábamos completos, o porque los capitanes que armaban los equipos no nos hacían coincidir. Y fue entonces quedando en el olvido.

Hasta que hace unos diez años, ya en las postrimerías de las pichangas y estando todos en nuestros treintas, a Kike se le ocurrió alinear nuevamente a los cinco románticos, ya que después de muchísimo tiempo (debido a lo ajustada que comenzaba a estar la agenda de Micky), estábamos todos presentes.

Estábamos motivados para jugar. Teníamos hambre de gol y sed de victoria. Estábamos dispuestos a dejar todo en la cancha y sudar la camiseta. Jugamos con sentimiento, con pasión, recordando aquella tarde del año 86 donde, bajo la tupida garua de una tarde de invierno, jugamos por primera vez. Y obvio, perdimos. Nos llenaron la canasta.

Al año siguiente, volvimos a armar el Equipo Romántico. En esta ocasión no contábamos con la férrea defensa de Miguelito (ya su agenda se había apretado demasiado) así que convocamos a mi otro compadre: Alex "Greco" Horna, padrino de mi hija.

Ojo: Greco no era un romántico. Y que quede claro que nadie más lo era. Nunca habrá un romántico más. Hubo sí muchos invitados a completar a los románticos.

Teníamos esperanza en el refuerzo helénico, pero igual nos canastearon nuevamente. Uno de mis compadres –el de mi hijo- sobre mi otro compadre –el de mi hija- sentenció, siempre con la frase precisa: "Debut y despedida de Greco".

Luego de una corta deliberación entre los románticos presentes (Micky no estaba debido a lo apretado de su agenda) concluimos que "El Equipo Romántico ha muerto. ¡Viva el Equipo Romántico!".

Hoy por hoy, Micky (cuya agenda está ahora menos apretada) es el único de los Románticos que sigue jugando los martes regularmente en el Club Suizo con Alex y otros amigos de nuestra y otras promociones del colegio. No sé si se alinearon los astros, pero acordamos –hace unos meses- volver a alinear al equipo romántico, ya cuarentones. Costó poder convencer a Kike y a Lion de regresar a las canchas.

El martes acordado, Kike no llegó, pero sí el resto del equipo. La verdad es que ya no había hambre de gol ni sed de victoria, sino de chifa y gaseosa. Y a pesar de la previsible canasteada, esta vez el saldo fue aún más negativo: Lion cayó pesadamente sobre su mano y se fracturó la muñeca. 
Terminó enyesado desde el hombro hasta la mano del brazo izquierdo. Y lo peor: ¡es zurdo!

Aunque no estuvo presente mi compadre, le escuché decir nuevamente: “El Equipo Romántico ha muerto. ¡Viva el Equipo Romántico!”


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Intro 2019

Han pasado diez años desde que comencé a escribir este blog, y unos ocho desde que dejé de hacerlo. Cuando me preguntaban por qué no seguía escribiendo más anécdotas, yo en broma respondía "soy un artista, no me presionen. La inspiración llegará"

Casi terminando este 2019 y luego de un taller con un excelente escritor: Gustavo Rodríguez, he decidido revisar cada una de las entradas de este blog. Actualizarlas, condimentarlas y volverlas a sacar una a una. Hay también nuevos relatos que escribí durante el taller y que publicaré acá.


Entonces, a ver cómo va. 



lunes, 11 de noviembre de 2019

Almuerzo Familiar

—¡Me suenan las tripas! —exclama Luis.
—Está bien hijo. Espera un poquito más. —le pide María— La comida ya está lista, pero faltan llegar el resto de invitados.

La mesa está puesta: platos, cubiertos y vasos. Refrescos y gaseosas. Todo listo para el almuerzo familiar. María madruga cada vez que organiza una reunión.

Pero hemos quedado a la una de la tarde, Ma’. Y ya es la una y media. Tú sabes que yo soy puntual. ¡Bendita costumbre la mía!

Luis tiene la mirada fija en el parque frente a la casa de sus padres. Su respiración se acelera un poco y frunce el ceño. Mueve acompasadamente su pierna derecha, como si estuviera nervioso, pero no lo está. Esta fastidiado y se muere de hambre. Pero es algo más que eso.

Avisó con tiempo a su esposa e hijos del almuerzo de hoy. Como todos los fines de semana, despertó temprano. Se alistó en silencio para hacer su hora de caminata, y desayunó un café con leche y butifarra (con harta cebolla y mayonesa) en El Cajamarquino. «Total, con la caminata lo bajo» pensó.

Estuvo de vuelta en casa alrededor de las diez de la mañana y se dio un baño.

—Ya regreso familia, voy a lavar el carro —anunció Luis— Salimos para Lince a las doce y media en puntito.

Al regresar, se dio con la sorpresa -aunque en realidad no tanto- de que la familia aún no estaba lista. Esperó un momento y les aviso que no esperaría más, que él es puntual con todos.

—Vete entonces—dijo su esposa.
Y se fue. Simplemente se fue. «Para toda pelea, debe haber dos gallos» reflexionó.

—Ya regreso mami —anuncia Luis.
—¿A dónde vas Luchito?
—Ya vengo.
¡Tanto ya pues no puedes esperar un ratito más! –dice María, fastidiada— Por último, ni tu familia ha llegado. Mira tu aparato ese mientras tanto —sugiere.
—No Ma’, voy un ratito al grifo. Estoy sin gasolina.
—Ah bueno. No demores.

Luis sale de la casa de sus padres. Entra a su auto. Efectivamente, la aguja de gasolina en el tablero está por llegar a la E. Retrocede con cuidado y sale raudo. Hay un grifo cerca. Ocho cuadras más allá, estaciona y baja. Una persona delgada, con el mandil sucio y cigarrillo en mano, sale a su encuentro.

Pelo que gusto velte Luisito. Tiempo que no vienes pol acá.
—Así es chinito, hace tiempo.
—¿Lo mismo de siemple?
—Sí, por favor. Lo mismo de siempre.