El tío Pedrín instaló una
división de madera en el amplio dormitorio de Luis, su hijo menor de trece
años. Un muchacho menudo y pequeño para su edad, a quien el desarrollo aún le
era esquivo.
Pili y Meli, como se las conocía,
compartían una cama de dos plazas a su lado de la división, y ahí se hallaban
sentadas con su primito, conversando como todas las noches después de la cena.
—Anda compra una Coca-Cola, hijo
—le pidió su padre. Apenas asomándose por la división.
—Ya pa’. Voy en el carro
—contestó Luis, muy seguro de cada una de sus palabras.
Sus primas sonrieron y se miraron
cómplices. Eran conscientes de lo atrevida de la afirmación de Luis, y sabían que
él iba en serio.
—Anda pues, pero ya tú ve si te
para la policía —le desafió su padre, lanzándole las llaves hacia la cama.
Las hermanas se volvieron a
mirar, pero esta vez con desconcierto. Luis, siempre acompañado por su padre,
manejaba por las noches cuando regresaban de alguna reunión. Pero sin él de
copiloto, se limitaba a guardar los carros en la estrecha cochera
Como expelido por un resorte,
Luis se incorporó, tomó las llaves del auto y fue escaleras abajo en busca del
pequeño VW escarabajo. No era el carro que solía manejar con su papá, pero lo
conocía bien. Con César, el chofer, había acumulado cientos de horas de manejo
en años, sin que su padre lo sepa.
Acercó el asiento lo más que pudo
—aún así tuvo que alejarse del espaldar para llegar a los pedales— acomodó los
espejos a su posición de conducción y prendió el motor. Eran más de las nueve de noche y
la avenida de su casa estaba despejada. La tienda de Don Juan, alias Rata
Gorda, estaba a unas tres cuadras de distancia, a solo un giro a la izquierda
de su lugar de partida, en la recta de Eduardo.
Luego de retroceder para sacar el
VW de la quinta donde vivía, Luis puso primera y salió en busca de la
Coca-Cola, pero para él era mucho más que eso. Era una conquista, era un sueño
hecho realidad: por fin podía manejar solo y con la venia de su querido padre.
Ya era un adulto.
«Pucha, cómo no está Edu por acá»
pensó cuando pasó por la casa de su amigo. Un poco más allá, detuvo el pequeño
bólido, justo frente a la tienda del Rata Gorda.
Bajó del carro con la autoestima
al tope. Tenía su propio auto y podía ir a donde quería. —Una Coca-Cola
familiar por favor —pidió entregando el envase vacío. Don Juan - le devolvió
uno lleno, recibió el pago y entregó el cambio. «Nombre de casanova para este
tío gordito, encima con esa chapa tan horrible» pensó y sonrió.
El camino de regreso pudo ser el
mismo si hacia un giro en U, pero prefirió darle una vuelta a la manzana; así
manejaría más y su victoria sería mayor. Giró a la derecha en José Leal con
precaución.
Avanzó unos cincuenta metros y una luz
reflejada en el espejo interior lo encegueció por un instante. Cuando pensó que
la luz se alejaba, miró a su izquierda y un policía le indicó que se
estacionara. Tuvo que llegar a la esquina, girar a la derecha –se aseguró de
activar la luz direccional– para finalmente estacionar el carro al lado derecho
de la calzada.
No estaba nervioso. Sabía que
alguna falta al reglamento estaba cometiendo, pero tenía el permiso de su papá,
así que respondió al interrogatorio del policía con naturalidad.
—Su brevete —pidió desafiante el
policía.
—No tengo señor.
—Su libreta electoral. —exigió
nuevamente.
—Tampoco tengo señor.
—Su libreta militar entonces
—solicitó el policía impaciente.
—No señor, tampoco. Soy menor de
edad. —explicó Luis. Sentía cómo la adrenalina iba corriendo por su sangre.
— Ya, ya chibolo. Maneja hasta
casa. —ordenó el otro policía —con cuidado carajo!
Luis subió al auto, desconectó
las luces de emergencia que –aunque no era necesario–- había prendido y encendió
el motor. Tuvo mucho cuidado en activar la luz direccional en cada giro, y
manejo con prudencia hasta la quinta. Los dos policías estacionaron su patrullero
en la avenida, a la entrada de la quinta. No bajaron.
Pili y Meli escucharon el ruidoso
motor del VW y se asomaron por la ventana del segundo piso a ver llegar a su
primo.
—Luchito, te has demorado un poco.
¿Todo bien? —preguntó Pilar.
—Si Pilita acá esta la gaseosa. Pero
ha habido un pequeño problemita —había una media sonrisa en el rostro de Luis.
Meli, sacó entonces medio cuerpo
por la ventana y miró hacia afuera de la quinta. Le extrañaba ver una luz roja
y azul intermitentes. No le tomó nada de tiempo saber qué pasaba.
—Melisita, ¿Llegó Luchito? —preguntó
el tío Pedrín desde su habitación. Sonaba orgulloso de la primera victoria de
su winsho, su último hijo.
— Si tío Pedrito, pero ha venido
con un patrullero creo.
—Dile a mi papá que baje, Pili. Unos
policías quieren hablar con él.
El tío Pedrín había estado con el
pijama puesto, viendo su novela. Abrió el closet y se envolvió en su bata marrón
de baño, se calzó sus viejos y entrañables ojotas –que él llamaba mis yanques
–, puso una de sus tarjetas de presentación dentro de su carné y bajó al
encuentro de los agentes del orden.
Pasó delante de Luis y le pidió
las llaves. No le dijo más nada. Él había autorizado esta primera incursión en
la adultez de su hijo, quien subió a su cuarto y de inmediato comenzó el
interrogatorio.
—Luchito, primo, ¿Qué ha pasado? ¡Cuenta!
—Oficiales, buenas noches.
—Nada Meli, yo llegué al rata
gorda tranquilazo.
— Ya, ¿y?
—Y bueno, bajé del carro, entré a
la bodega y pedí la Coca-Cola, y la pagué. Fue un toque. Pensé en buscar a mi
pata Edu que vive al costado, pero dije no. Mejor no.
—Buenas noches Sr.
—Permítanme presentarme: soy el
Dr. Pedro Olórtegui. Acá les entrego mi tarjeta y mi carné.
—Buenas noches Dr. Olórtegui. Como
sabrá, su mejor hijo ha sido encontrado a las veintiuna horas con diez minutos de
la noche del presente día operando un vehículo automotor sin los documentos
necesarios para tal operación.
—Pero al pasar por ahí, al
llegar, ¿no habías visto al patrullero?
—La verdad que ni me fije Pilita.
Yo solo manejé con cuidado. Ni siquiera hice sonar las llantas en las curvas.
—No será que ese mañoso del rata
gorda… ay que feo apodo… pero has visto como nos mira hermana? Bueno, ¿no será que
ese adefesio buchisapa del Don Juan
les alertó?
—No creo. Todo fue rapidazo. Ni
bien di la vuelta de manzana… ¡tamare! Debí dar vuelta en U ahí nomá… Ni bien
di la primera vuelta, ya estaba esa lucezasa en mi ojo.
—Este muchacho! Maneja desde los
cinco años. Yo lo sentaba en mis piernas y él llevaba el timón; luego, los
cambios; y ya acá en Lima, cuando vinimos la familia completa porque me nombraron
Vocal Supremo del Tribunal Agrario, todo el carro.
—Si doctor, entiendo. Pero esta
es una falta grave. Como mi compañero puede constatar, su menor hijo no mostró ningún
tipo de documento cuando se le fue requerido por la autoridad. Además, no
respetó las señales de tránsito ni operó de manera apropiada las luces
indicadoras.
—Pero y qué te dijeron los
tombos?
—Me pidieron mis documentos pues,
y yo solo tengo mi carné de aguilucho de Faucett de cuando fui a Moyobamba en avión.
Luego me dijeron que maneje de vuelta a casa. Vine despacito, parando en cada
esquina y poniendo todas las direccionales.
—Oficiales, tienen toda la razón.
Es una falta grave y lo peor es que yo, en broma, le contesté a mi hijo que podía
llevar el carro. Jamás pensé que lo tomaría en serio. Les ruego que, únicamente
por esta vez, perdonen la falta de mi hijo, que en realidad es la mía. Tiene mi
número ahí en la tarjeta, si en algún momento tiene alguna consulta jurídica.
—Bueno doctor Olórtegui, usted
sabe cómo está la Policía, y esta es una falta grave: multa e internamiento del
vehículo automotor en cuestión. Y…
—Como les repito oficiales: están
en todo su derecho de proceder de acuerdo al reglamento, pero somos seres
humanos y debemos también siempre ver los atenuantes del deli…de la infracción.
Me encargaré de que esto jamás vuelva a ocurrir.
—Ay primito, espero que te sirva
de lección. Ven acá, dame un abrazo.
—¡Pero que conste que mi papá me
autorizó ah! Además, no choque a nadie ni a nada, y la gaseosa llegó intacta.
—Está bien doctor Olórtegui.
Esperemos verlo pronto, pero en otras circunstancias. Tenga su carné.
—Gracias oficiales. Muy
agradecido.
Pedrín logro sortear con éxito el
“requerimiento” de los policías. Se sentía satisfecho y no estaba molesto con
su hijo. Sabía que, a la mínima oportunidad, Luis iba a tomar el carro si es
que contaba con su autorización. Y este había sido el caso.
Subió la escalera velozmente como
lo seguiría haciendo por más de treinta años, entró a su cuarto, se quitó la
bata marrón, y se dirigió al cuarto compartido.
Con la mirada fija en su hijo, el
ceño fruncido, lanzó las llaves nuevamente a la cama y dijo: “Luis, anda guarda
el carro”. Pilar y Melissa empezaron a reír y Luis suspiró aliviado. La había
sacado barata. No tanto en realidad.
Un par de meses después, a pocos
días de la navidad, los oficiales aquellos pasaron a saludar al Dr. Olórtegui y
exigir su presente navideño. Luis, ese año, se quedaría sin el suyo.