A María esta revelación no la tomó por
sorpresa. Tenía un presentimiento y además está el caso de su cuñado Adolfo, el
hermano mayor de Antonio, quien pasó por lo mismo tres décadas atrás. En esa
ocasión no solo hubo una notoria pérdida de peso en él, sino también un cambio
en su carácter: de ser un padre amoroso y paciente, se había vuelto malgeniado
e indiferente, llegando incluso a castigar a su hija pequeña por tonterías.
María ya le había comentado esto a Charo, su cuñada, unos días atrás y
esperaban que el caso de Antonio no llegara a esos extremos, o peor aún, que
perdiera la vida.
—A usted ya le han visto varios
doctores Sr. Olórtegui y no han podido curarlo. Este no es mal de Dios, este mal
que usted tiene es dado.
Se refiere al hecho de que no es una
enfermedad natural, sino dada por algún tipo de poder sobrenatural.
—Lo han velado. Y ha sido un colega. No
tan cercano, pero de la misma carrera, de su misma rama. Alguien que va a su
trabajo regularmente— confirma con autoridad Carmen.
—¿Puede curarme doctora? — Pregunta
Antonio, sin una pizca de sarcasmo en el grado académico que le acaba de
otorgar. Lo hace porque está nervioso,
como cuando le decimos oficial al vigilante del banco para que nos deje entrar.
—Ahora no. Estoy débil —contesta Carmen
con una expresión de fastidio, pero que no denota inquietud— Hay un brujo
malero que me está cruzando y voy a ir al norte a recargarme de energía.
Entonces Antonio recuerda que, a su
hermano muchos años atrás, también le hicieron daño, lo “embrujaron”. Le cuenta
ese episodio a Carmen y ella lanza otra vez unas cartas y las hojas de coca, y ella
aprueba.
—Vaya, él es un hombre bueno, trabaja
con Dios.
En el camino de regreso, los papeles se
han invertido: María está tranquila, el estómago ha dejado de hablarle y tiene
la mirada serena. Antonio maneja despacio, con excesiva –aunque nunca está de
más- precaución, como si quisiera que el tiempo pasase más lento. La
incertidumbre de lo que está por venir lo tiene tenso, y además se ha quedado
atónito frente a las palabras de la señora Carmen. Acertó en todo. ¿Será que su
mujer le adelantó alguna información? Se pregunta y le pregunta. Ella le dice
que no.
Al día siguiente, muy temprano, lo
primero que hace Antonio al llegar a su oficina es pedirle a su secretaria que
le reserve un pasaje en avión a Chachapoyas lo más pronto posible. Se tomará
una semana de licencia le comenta. No revela el verdadero motivo de su viaje: va
al encuentro de Lucero, el curandero, el hombre bueno que trabaja con Dios.
Andrea, su secretaria consigue un
pasaje para vuelo de las dos de la tarde. Así que va a casa, alista su maleta
con ropa para un par de días y se despide de María. Sus cuatro hijos están
estudiando.
Antes de ir al aeropuerto, pasa por la
casa de su hermano Adolfo para pedirle que le redacte una pequeña carta de
presentación dirigida a Emilio Lucero. Antonio se siente ahora más respaldado,
como si fuera a hacer algún trámite y va con una tarjeta de recomendación.
Don Emilio Lucero vive en Luya, a
noventa kilómetros al sur de Chachapoyas. Es un típico pueblo de selva alta,
con casitas de adobe y techo a doble agua. El clima es agradable todo el año.
Es la primera vez que Antonio está en Amazonas, pero le es familiar. Él es de
Moyobamba, capital del departamento de San Martín.
Sin siquiera averiguar dónde pasará la
noche, va directo a la casa de Lucero. Lo encuentra cuando está a punto de
salir a su chacra y le entrega la carta. Lucero la lee detenidamente, se toma
su tiempo, como si hubiera algún mensaje entre líneas.
—Claro que me lo recuerdo a su hermano.
Le habían hecho harto daño. Pero se le pudo curar, ¿Cómo queda él?
—Bien Don Emilio. Gracias a usted.
—¿Usted también eres abogado?
—Sí, también. Mi hermano fue mi
inspiración para seguir abogacía.
—Ah ya doctorcito. Estás con suerte. Hoy
es martes. Hoy trabajo aquisito mismo, a las diez de la noche.
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