lunes, 4 de noviembre de 2019

Un Lucero. Parte 4

Han pasado casi dos meses del regreso de Antonio a Lima. Ha recuperado la mitad del peso perdido, y su rostro se muestra otra vez calmo y sano. Ha vuelto a ser el mismo. Si antes le decían “Toñito ¿estás haciendo dieta? ¡pero no exageres eh!”. Ahora le dicen, “Tonito ¡Que bien te veo Estas chaposito!”.

Las cosas han vuelto a su normalidad en casa. A decir verdad, solo fueron ellos dos, Antonio y María, quienes manejaron este tema con discreción en el entorno familiar. Sus hijos sabían que algo pasaba, pero no fue motivo de alarma en ellos. Fue la tenacidad de María la que hizo que esto no pasara de un susto. Un gran susto. Ella siempre ha sido la encargada de hacer posible lo imposible. Si se lo propusiera, podría traer al Papa de Roma para un bautizo.

Como siempre Antonio está muy temprano en su oficina para resolver los cientos, sino miles, de juicios que llegan de todo el Perú mensualmente. El Tribunal Agrario es la última instancia en materia agraria, y él es el vocal más respetado por su imparcialidad y honestidad. Es uno de “los verdes” por su incorruptibilidad.

Andrea llega media hora después y entra a su oficina.

-Doctor Olortegui, buenos días.
—Buenos días, Andrea. ¿Cómo estás?
—No tan bien como usted Doctor, le veo mucho mejor. Para serle sincera, hace unos meses estaba demacrado.
—Si pues, pero ahora ya casi he recuperado mi peso de siempre.
—Hablando de su peso, doctor. Lo había olvidado, pero a los días que usted regresó de su licencia vino la Sra. Natividad. Ella es la que nos trae el menú.
—Ah sí, ¿y qué te dijo?
—Me preguntó si usted había sido flaco o gordo, y yo le dije que de contextura normal para llenito. Porque así pues es usted, ¿cierto?
—Así es. Pero… ¿y por qué esa pregunta?
—Me dice que meses atrás, mientras dejaba el menú para los vigilantes, le escuchó a uno de esos abogados que vienen por los casos, decir “A este cojudo lo voy a secar hasta que se muera” justo cuando usted entraba.

Antonio siente una corriente que le sube por toda la columna. Su corazón se acelera y sus músculos se tensan. Se acomoda el nudo de la garganta que lo siente ahora como una soga de condenado.

—¿Pero era un abogado, o un vocal?  —pregunta.
No, un abogado. Un bigotón que yo también he visto varias veces. ¿Desea que le averigüe el nombre?
—No Andreita. No es necesario. No creo que sea algo importante. Gracias. —finalizó Antonio— cierra bien la puerta al salir por favor.

Respira a fondo. Lentamente. No quiere caer preso del pánico. Desata el nudo de la corbata. Tiene los ojos cerrados, el ceño fruncido. Saca de su bolsillo su seguro, aquel que le dio Lucero y se santigua con él. Se siente ahora mejor, se siente protegido.

Ahora está seguro de quién le hizo el daño. Un tal doctor Olivos. Abogado sí, pero vocal de la Corte Superior, una instancia inferior al Tribunal Agrario y que había contactado con Antonio por un caso un año atrás.

—Toñito Olortegui ¿cierto? —saluda Olivos, extendiéndole la mano desde muy atrás.
—Doctor Antonio Olortegui —contesta Antonio y extiende la suya.
—Hola hermano, soy Román Olivos de la Superior de Lima —saluda, apretando más de la cuenta la mano de Antonio, dándole dos palmadas en el hombro derecho.
—Ah, buenas tardes Dr. Olivos. ¿Cómo le puedo ayudar?
—Mira ve hermanito, te va a llegar un caso que estuvo conmigo en la corte, y que ha pasado en instancia final al tribunal. Unos serranos de mierda no quieren ceder su terreno a una urbanizadora. —continúa Olivos— Les ofrecen buen billete, pero estos indios se han cerrado. Me dicen mis contactos en tu fuero, que el caso te ha sido asignado.

Los ojos le brillan a Román, su bigote tupido parece tener vida propia. Su mostacho se mueve a destiempo de sus labios gruesos. Todo su rostro es exagerado, grotesco, como lo son sus modales. Podría actuar en una película de vaqueros mejicanos, pero en el papel del lameculos del villano.

—Conozco bien a la dueña de la urbanizadora. Gente de hartísimo billete, tú me entiendes —dice cómplice Olivos guiñando un ojo. Sus formas se han vuelto aún más vulgares. «Es un coimerazo» piensa Antonio.
—No, no le entiendo Dr. Olivos —contesta enérgico Antonio— Le ofrezco que cuando llegue el caso del que usted me habla, lo revisaré con detenimiento e imparcialidad. Como ha sido y es mi proceder hace más de veinte años en el fuero agrario.
—Ah claro, claro Dr. Olortegui —dice Román— no esperaba menos. Vuelve a estrechar su mano con la de Antonio, pero esta vez sin la efusividad ni confianza del saludo inicial.
—Hasta luego Dr. Olivos— se despide Antonio. Román solo asiente con la cabeza. «verde de mierda, me va a cagar el plan este cojudo» piensa.



Es la fiesta anual de los magistrados del Poder Judicial. Ha pasado casi un año de la sanación de Antonio. Ha recuperado por completo su peso y ha retomado además el ejercicio diario que había dejado de lado buen tiempo.

Están todos los magistrados y el personal administrativo de las cortes de Lima y de muchas provincias. Los mozos están pasando los bocaditos y los cócteles para beneplácito de los concurrentes. Antonio no es de tomar licor, le sabe mucho mejor una Coca Cola heladita, pero en esta ocasión sí quiere saborear un pisco sour.

Conoce a muchos colegas y a buena parte del personal administrativo, pero hay alguien que le parece conocido, el rostro le es familiar, pero no logra dar con su identidad. Lo vio al entrar, apoyado en una de las columnas del antiguo salón, sosteniéndose a las justas en pie. Es de estatura mediana, muy delgado, ojeroso y de barba tupida y mal recortada, si acaso ha visto las tijeras en los últimos meses.

—Doctor Olortegui, ¡qué bien le veo!.
Antonio voltea, y es Andrea. Su secretaria. La ve atractiva. Está más arreglada que para un típico día de trabajo.
—Hola Andreita, ¿cómo estás? No te había visto. —la saluda con un beso y una suave palmada en la espalda.
—Muy bien doctor. El pisco sour está buenazo —comenta, levantando la copa en señal de brindis— ¡Salud! —propone Andrea y Antonio corresponde.
—Oye Andreita, sácame de una duda —dice Antonio, acercando su rostro al oído de Andrea y bajando la voz —¿Quién es ese flaco, barbón que está a la entrada, apoyado en la columna?
—¿Quién doctor? Señálemelo.
Discretamente Antonio apunta en dirección a la entrada del salón.
— ¡Ah ese! Yo tampoco saqué al principio quién era. Pero ya me confirmaron: ese es el doctor Román Olivos. De la Corte Superior. —Andrea se queda en blanco por un momento. De pronto su rostro cambia, tiene una expresión pasmada, la boca completamente abierta, los ojos muy abiertos— Ese no es el que…
— Así es Andrea. Él es.

«Pero en algún momento se toparán con un malero. Y ahí el daño les rebotará el doble.» Recuerda Antonio las palabras de Lucero.


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