jueves, 11 de junio de 2020

Mi Celica

En la película Toy Story los muñecos cobran vida mientras los humanos no están presentes. Los juguetes son cosas inanimadas, sin vida, como lo son también los electrodomésticos o la ropa que usamos. Sin embargo, todos hemos tenido —tenemos— artículos inanimados a los cuales queremos tanto, que en algún momento creemos que de alguna manera podrían tener vida.

Entre al Maryknoll en sexto grado de primaria. Salía todas las mañanas temprano al colegio sólo, pero regresaba acompañado de varios amigos que iban quedándose en sus hogares. Iba por la avenida y regresábamos por Tello, una de las calles más conocidas en Lince (ahí esta hace décadas la famosa Carcochita). 

En la última cuadra de esa calle, casi llegando a mi casa, veía siempre estacionado un Toyota Celica color rojo. Era hermoso y prácticamente nuevo; no era el último modelo de la linea pero no tenía más de cinco años. Quedé enamorado de ese auto, y juré que algún día tendría uno igual. Obvio que mis patas se morían de la risa, jamás tendría un auto así: deportivo, lujoso y muy caro. Lo mio era un sueño, pero los sueños no tienen límite. 

En abril del 97 me casé. Creo que fue mi papá quien me prestó dinero y compré mi primer automóvil: una station wagon Toyota Corona del 82, que había sido de un primo de mi mamá. Era un auto recio, de color chocolate claro. Tipo Milo, mejor dicho. Creo que a los dos años compramos con mi esposa un Chevy Corsa nuevo. Un carro pequeño, muy simpático. Sin embargo, yo seguía pensando en mi Celica. 

Todos los domingos compraba El Comercio para ver en los clasificados si había lo que yo soñaba hace muchos años. Tenía ya dos carros, no necesitaba para nada uno más; sin embargo, no perdía la esperanza de encontrarlo. Con un amigo del trabajo, Juan Pablo, habíamos confeccionado una lista de cotejo para marcar ahí el estado en que encontrábamos a los candidatos. Vimos de todo; y todos, en regular a deplorable estado. Yo me fijaba especialmente en el interior y en la máscara y micas exteriores. La lata se podía planchar y el motor reparar, pero si le faltase un plástico en la cabina, o tuviese rota una mica posterior, sería muy difícil —o imposible— conseguir el repuesto.

Un domingo estaba como siempre abocado a mi tarea de cumplir mi sueño, cuando vi un aviso que tenía como número de contacto, un celular Nextel. Eran pocas las personas que tenían ese tipo de celular; generalmente empleados de compañías grandes. Yo tenía uno por que mi hermana Magui trabajaba ahí desde que llego a Perú (la empresa, no ella. Ella llegó mucho antes). Pensé que el dueño del carro sería alguien que trabajaba para una de estas compañías grandes. Mandé el aviso —no se decía llámame, sino mándame el aviso— y me contesto Moises, el dueño. En realidad el auto era de su abuela y se lo había regalado, o cedido, no sé. Quedamos en vernos en un parque por Monterrico. 

Era un domingo soleado, a pesar de que era invierno. Llevé mi lista de cotejo. No estaba Juan Pablo conmigo por ser fin de semana, así que fui solo. Llegué en mi Chevy Corza blanco, y ahí estaba el Celiquita estacionado. De noche todos los gatos son pardos, y de lejos y por fuera, todos los carros se pueden ver bien, asi que comencé a observarlo al detalle. 

Primero por fuera: plomo plata, un poco opaco, y desteñido el capó. La carrocería estaba en linea, aparentemente sin choques (años más tarde, descubriría que tuvo un choque en la puerta del piloto) y con los faros, luces direccionales y micas posteriores en muy buen estado. Igual que todos los vidrios. Habia —hay— una pequeña marca en el parabrisas delantero pero que había sido tratada a tiempo. Las plumillas estaban completas y operativas. 

Estaba muy animado. Pero lo que me enamoró fue el interior: color negro. Estaba impecable: todos los plásticos bien conservados, radio y casetera funcionando, y el aire acondicionado también operativo. Alfombra original. El techo inmaculado. Además de detalles que sólo tenía por ser importado directamente de los EEUU: timón hidráulico y regulable, soporte lumbar y regulador de altura en los asientos, dimer en el tablero y hasta fader para distribuir el sonido hacia adelante y detrás. El auto —que tenía veinte años— había sido usado cuatro kilómetros al día por la abuela de Moises, y traído en barco especialmente por su abuelo para ella. El kilometraje: 50,000 millas. (Sí, en millas, no kilómetros). El precio: 2550 dólares.

Esta lindísimo el carro, le dije. Te llamo de todas maneras para venir a verlo de nuevo. Nos despedimos y fue a seguir con su pichanga de los domingos. Regresé emocionado a casa y le conté todo a mi esposa. Estaba feliz por mí. Llamé a mi papá y le dije que esté pendiente, que le llevaría a ver un Celica durante la semana. Él también estaba feliz por mí.

Al día siguiente, en el trabajo, le conté todo a Juan Pablo, y de inmediato se fue a imprimir la lista de cotejo. Revisaríamos al detalle el auto. Mande el aviso y quedamos en vernos por la tarde. 
Juan Pablo —flamante ex alumno, que comenzaba a trabajar en el area de sistemas de un conocido colegio limeño con nosotros— mostraba una confianza  excesiva para alguien tan joven. Miró el auto, lo rodeó un par de veces con el ceño fruncido, y pidió sentarse dentro. Entré yo de copiloto mientas que el dueño se quedó afuera. Deja de babear, me dijo. No muestres tanto interés, ¡huevón!. Pero la verdad es que ¡la lista de cotejo se iba llenando de puro checks!

Moises mencionó que lo único que había que revisar era el liquido de embrague por que había una fuga en algún lado, pero que eso no era nada grave. Le mencioné lo de aquella mancha en el capó, y dijo que era producto del forro que usaban para cubrir el carro por largas temporadas. ¿El precio, Moises? pregunté. Igual hermano, 2550 dolares. Listo, muchas gracias. Te mandó un aviso seguro, más tarde. Ahí nos vemos, se despidió.

Obviamente Juan Pablo dio su visto bueno. Durante la semana hice dos visitas más a Moises, primero con mi esposa, a quien mientras manejaba le iba diciendo las virtudes y adelantos presentes en un auto de esa edad. Mira, ¡le funciona todo, china!. ¿Tú que dices?. Ella sonreía. Tú aprendes a manejar con el Tío Augusto y te quedas con el Corsita. No tenía que convencerla, ella sabía de mi sueño, y siempre me apoyó. 

Luego fui con mi papá. Él me había inculcado el amor por los fierros. De niño, en Trujillo, me sentaba en sus piernas para llevar el timón del Toyota en el último tramo antes de llegar a casa. Y no solo en linea recta; había una vuelta a la izquierda y una en U. Luego, ya hacía los cambios con sólo escuchar el motor. 
Ya en Lima, en una calle empinada de La Molina, me dijo: Tienes tres oportunidades para sacar el carro. Adelanté el asiento al máximo, me acomodé en la puntita, y al segundo intento ya estaba llevando su Volkswagen por las desiertas calles del Sol de La Molina. ¿Que opinas, viejo? le pregunté. Este es un carrazo, hijito —me respondió— Yo lo veía en la Toyota de La Marina. Si es tu sueño, comprátelo.

Estaba decidido. El gobierno había liberado parte de nuestro fondo de Compensación por Tiempo de Servicio (CTS) y tenía el dinero para comprar el Celica. Tenía la aprobación de mi esposa y de mi padre. Juan Pablo, mi asesor técnico, había llenado de checks la lista de cotejo. Solo me faltaba la opinión de alguien de mi trabajo. Fui donde Mr. Mortimer, el administrador del colegio inglés donde trabajaba, además de fanático y corredor de autos. 
Usted es muy vivo Germán, me dijo. Me consulta a mí por que sabe que le voy a decir que sí. Necesito saber si no estoy haciendo un gasto superfluo, le dije. No es un gasto fuerte, el carro esta muy bueno según me cuentas, y vas bien acá. Además, es tu sueño. Go ahead!

Mandé aviso por enésima vez al vendedor. Chirrit...chirrit...sonó.  Debe haber estado ya aburrido. Tengo el dinero, Moisés —le dije. Excelente, Germán. Voy para tu casa. 
Yo vivía en ese entonces en Julio C. Tello. La misma calle donde vi por primera vez, quince años atrás, un Celica rojo. Moises se estacionó en un lado de la calle, abrió la maletera (con el control interior que solo las versiones americanas tienen) y saco unas carpetas (o sea, unos fólderes). 
¿Nada menos? pregunté. Él se río. Guardó el dinero —no hubo rebaja, no la quería, no la merecía. Era mi sueño— y subió a un taxi. Lo seguí con la mirada hasta que se perdió al fondo de la Tello. No quería voltear, no lo podía creer. Ahí estaba yo tres lustros después, y a mi lado, un Celica. Mi Celica. Mi sueño.

Después de más de dos meses de cuarentena, en la que únicamente iba a la cochera a encender mi auto por unos minutos, y teniendo ya permitido circular en mi distrito, saqué mi Celica a dar una vuelta. Sentí, o mejor dicho, volví a sentir que mi Celica y yo tenemos algo que nos une. Estaba vivo. Y yo me sentí más vivo.