Andrea llevaba
sentada frente a la sala de cuidados intensivos de la clínica más de cinco
horas. A su esposo le habían hecho una cirugía a corazón abierto. Estaba
agotada. La intervención había durado más de ocho horas. Al terminar el
cirujano le dijo que, si bien la operación había sido un éxito, las siguientes
doce horas eran decisivas. Fue al baño a lavarse la cara. Parezco un panda,
pensó, viéndose unas ojeras oscuras y profundas bajo sus ojos. Luego, se sentó
a unos veinte metros de la puerta de UCI, como si alejarse un poco de aquella
puerta le diese un respiro.
Al cabo de unos
minutos, una pareja de ancianos pasó frente a ella. La señora, que venía tomada
del brazo de su esposo, le hizo una venia y siguieron de largo. Andrea sintió
como si aquella viejita, al hacerle ese gesto, comprendía su preocupación y le
transmitía su buena vibra. Le devolvió el saludo con una leve sonrisa.
Ante su sorpresa,
los dos viejitos entraron a la sala donde se encontraba su esposo sin
anunciarse. Esto era muy inusual. En todas las salas de cuidados intensivos las
visitas están muy restringidas y, además, uno debe comunicarse antes a través de
un timbre.
Andrea esperó un
momento antes de entrar. Si ellos lo hicieron por qué no yo, pensó. Caminó decidida
los veinte metros que la separaban de la puerta, y cuando había girado ya el
pomo para entrar, una mujer de estricto blanco con los zapatos embolsados y con
mascarilla en el rostro, la detuvo en seco.
—Usted no puede
entrar, señora —le increpó enérgica la enfermera.
—Pero acaban de
entrar dos viejitos —dijo Andrea— ¿Quisiera ver a mi esposo solo un minuto, por
favor?
—Señora, debe
esperar al horario de visitas —explicó la licenciada— Adentro tenemos pacientes
en estado crítico. No puede entrar así no más. Tenemos que prepararla.
—¿Y cómo entraron
esos viejitos? —preguntó Andrea. Estaba desencajada, a punto de llorar.
—Le aseguro
señora que aquí no ha entrado nadie desde que trajeron a su esposo.
Andrea era una
mezcla volátil de angustia y fatiga. Llevaba casi veinte horas sin dormir. Estaba
por insistir en su versión cuando la enfermera le permitió otear la sala de UCI
abriendo levemente la puerta. Vio solo camas altas con miles de aparatos y
tubos conectados. Al fondo le pareció ver a su esposo.
Seis meses después,
Andrea y su esposo, ya recuperado, se encontraban hojeando un álbum. Era uno de
los hobbies que él tenía, y que ella fomentaba. Quiero ver en mi álbum, le escuchaba
ella decir cada vez que alguien les tomaba una foto.
—Espera, espera,
mi amor —exclamó ella, deteniendo una de las páginas con la mano.
—¿Qué pasa,
reina? —preguntó el esposo sorprendido.
—¿Quiénes son
esta pareja?
—Mis abuelos por
parte de papá, ¿Por qué?
—¡Te juro que ellos
te fueron a ver al hospital el día que te operaron! —casi gritó Andrea.
—Imposible amor,
ellos murieron hace casi diez años. Esta es una de sus últimas fotos.