jueves, 20 de febrero de 2020

Cuidados Intensivos


Andrea llevaba sentada frente a la sala de cuidados intensivos de la clínica más de cinco horas. A su esposo le habían hecho una cirugía a corazón abierto. Estaba agotada. La intervención había durado más de ocho horas. Al terminar el cirujano le dijo que, si bien la operación había sido un éxito, las siguientes doce horas eran decisivas. Fue al baño a lavarse la cara. Parezco un panda, pensó, viéndose unas ojeras oscuras y profundas bajo sus ojos. Luego, se sentó a unos veinte metros de la puerta de UCI, como si alejarse un poco de aquella puerta le diese un respiro.

Al cabo de unos minutos, una pareja de ancianos pasó frente a ella. La señora, que venía tomada del brazo de su esposo, le hizo una venia y siguieron de largo. Andrea sintió como si aquella viejita, al hacerle ese gesto, comprendía su preocupación y le transmitía su buena vibra. Le devolvió el saludo con una leve sonrisa.

Ante su sorpresa, los dos viejitos entraron a la sala donde se encontraba su esposo sin anunciarse. Esto era muy inusual. En todas las salas de cuidados intensivos las visitas están muy restringidas y, además, uno debe comunicarse antes a través de un timbre.

Andrea esperó un momento antes de entrar. Si ellos lo hicieron por qué no yo, pensó. Caminó decidida los veinte metros que la separaban de la puerta, y cuando había girado ya el pomo para entrar, una mujer de estricto blanco con los zapatos embolsados y con mascarilla en el rostro, la detuvo en seco.

—Usted no puede entrar, señora —le increpó enérgica la enfermera.
—Pero acaban de entrar dos viejitos —dijo Andrea— ¿Quisiera ver a mi esposo solo un minuto, por favor?
—Señora, debe esperar al horario de visitas —explicó la licenciada— Adentro tenemos pacientes en estado crítico. No puede entrar así no más. Tenemos que prepararla.
—¿Y cómo entraron esos viejitos? —preguntó Andrea. Estaba desencajada, a punto de llorar.
—Le aseguro señora que aquí no ha entrado nadie desde que trajeron a su esposo.

Andrea era una mezcla volátil de angustia y fatiga. Llevaba casi veinte horas sin dormir. Estaba por insistir en su versión cuando la enfermera le permitió otear la sala de UCI abriendo levemente la puerta. Vio solo camas altas con miles de aparatos y tubos conectados. Al fondo le pareció ver a su esposo.

Seis meses después, Andrea y su esposo, ya recuperado, se encontraban hojeando un álbum. Era uno de los hobbies que él tenía, y que ella fomentaba. Quiero ver en mi álbum, le escuchaba ella decir cada vez que alguien les tomaba una foto.

—Espera, espera, mi amor —exclamó ella, deteniendo una de las páginas con la mano.
—¿Qué pasa, reina? —preguntó el esposo sorprendido.
—¿Quiénes son esta pareja?
—Mis abuelos por parte de papá, ¿Por qué?
—¡Te juro que ellos te fueron a ver al hospital el día que te operaron!  —casi gritó Andrea.
—Imposible amor, ellos murieron hace casi diez años. Esta es una de sus últimas fotos.

jueves, 6 de febrero de 2020

Microrrelatos


He comenzado un excelente taller con Daniel Collazos. Hicimos dos ejercicios. En el primero, nos pidió un micro-cuento de 50 palabras sobre un pecado capital. Yo escogí:

LA IRA

Amanece. Va al baño: no hay pasta dental. Se lava la cara: no hay toalla. Se sienta en la taza: no hay papel. Hay un periódico de ayer. Lo utiliza.
Baja a desayunar: no hay fósforos. «Desayuno en el camino» piensa. Entra al carro: no prende. ¿Para qué mierda me desperté?


En el segundo, nos pidió un micro-cuento de 100 palabras basado en la siguiente imagen:




—Hola, —saludó— soy Javier. Le ofreció su mano derecha.
—Hola, —extendió la suya— soy Alejandra.

Era obvio que ese no era su nombre. Él tampoco era Javier.

—¿Vienes seguido acá?  —preguntó.
—Es la primera vez —contestó, sacando un cigarrillo de la cartera.

Él se ofreció a encenderlo. Ella le dio una pitada. Expulsó el humo hacia un lado, levantando ligeramente el mentón, expulsando el aire aún más alto. El gesto le pareció sensual. Raro en alguien que viniera por primera vez, pensó él.
Conversaron por casi una hora. Mientras acordaban el precio, ella notó en él la placa de policía en su cintura. Él no notó el puñal en su cartera.

—Vamos, Alejandra —propuso, empujándola levemente de la cintura.