jueves, 14 de noviembre de 2019

El curso de mecanografía


Una alumnita me dice que su hermano, ya en secundaria, le ha comentado que ya tipea más rápido que yo. Sinceramente, no creo que ese mozalbete sea mejor mecanógrafo que yo.

Esta falta de modestia, si cabe el término, es compartida por todos los que pasaron por mi colegio en la época en que se dictaba el curso de mecanografía. No somos buenos, somos los mejores. Y les diré por qué.

Durante los tres primeros años de la secundaria nos enseñaron mecanografía. Los dos siguientes, taquigrafía; y durante toda la secundaria, inglés (teníamos un excelente laboratorio de idiomas) y computación (acá sí éramos como seis alumnos por PC, pero eran mediados de los ochentas). Se puede decir que mi colegio formaba taquimecanógrafos bilingües computarizados, listos para salir a conquistar el mundo.

Volviendo al arte de escribir a máquina, recuerdo que las clases eran dos veces por semana, dos horas cada día. La sala de máquinas no era ni por asomo, tan avanzada como el laboratorio de idiomas. En su mayoría, eran unas Remington muy antiguas, de color verde olivo o negro como las que se ven en una película de la segunda guerra mundial. El resto, eran más actuales. Ya no tenían esa forma de bota de soldado de las primeras.

Sin embargo, no había suficientes equipos para todo el salón. Yo tenía que llevar el mío porque era uno de los últimos (alfabéticamente hablando) de la clase. Era una maquinita portátil con el estuche parchado, ¡y qué parche! una cicatriz tipo Frankenstein que recorría diagonalmente, casi en su totalidad, la tapa. Mis amigos decían que Dios escribió ahí los mandamientos que luego entregó a Moisés.

Cada máquina, sea del colegio o propia, debía usarse con una "falsa", que no era más que una cartulina tamaño A4 que iba debajo del papel en la cual íbamos a escribir. Para no marcar el rodillo me imagino, dándole más grosor a la hoja.

El teclado se cubría con otra hoja del mismo tamaño, atrapando uno de sus lados con la tapa que iba encima de la cinta en la máquina. La idea era impedirnos ver el teclado colocando nuestras manos por debajo de esta hoja. En las Remington antiguas no era necesario tapar el teclado. Eran de una edad tan incierta que ya los números, letras y símbolos se habían borrado.

El tener yo mi propia máquina de escribir no me dispensaba de usar la falsa ni de cubrir el teclado, pero ya que la conocía tan bien, desarrollé una destreza adicional a mis compañeros: usando mi pulgar izquierdo levantaba cuando era necesario la hoja que cubría el teclado, mientras que con el derecho presionaba la barra espaciadora. Ganaba valiosísimas milésimas de segundo.

Destreza que no dominó mi broder Jackson Vega: estaba en clase, mecanografiando, cuando no se le ocurrió mejor idea que levantar la hoja que cubría el teclado. No era una práctica calificada, así que pensó «¡bah! qué más da». Seguía orondo haciendo su plana, con el teclado totalmente visible antes sus ojos, cuando sintió de pronto en la cabeza, un golpe seco y amplio. Era un Baldor de tapa dura y medio millar de páginas -la biblia del postulante universitario- que la profesora le asestaba con precisión en la mollera. 

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Los días que teníamos práctica –o evaluación, no recuerdo bien como se llamaba– eran días únicos, singulares, donde cualquier cosa podría pasar. Nuestra profesora era bajita, de contextura mediana. Tenía unos ojos negros vivaces en un rostro ovalado, pícaro. Tenía calle y, además, un tremendo vozarrón, necesario para un aula donde más de cuarenta máquinas de escribir galopaban estruendosas a la vez. Por si las moscas, ella iba a la clase equipada con un micrófono y un parlante. Como lo leen: ¡un micrófono y un parlante! para no malograr su voz.

A excepción de mi gran amigo Guillermo Amésquita, diestro pianista a quien la mecanografía se le antojaba un pasatiempo -estando él ya curtido en el uso de sus dedos- la ansiedad se apoderaba de nosotros.

Había que preparar la máquina: alineando la falsa con el papel en blanco. Introduciéndolos y girando el rodillo hasta la posición adecuada. Soltando el seguro que los ajustaba. Asegurando la hoja que cubría el teclado.

Ahora, había que preparar el cuerpo: subiéndonos y ajustándonos bien las mangas de la chompa hasta los codos. Sería un infortunio que estas cayeran sobre las manos. Acomodándonos el cabello. Secándonos el sudor de las manos en el regazo. Sacándonos conejos de manos, codos y cuello. Y finalmente pasando saliva y esperando…Solo esperando.

No tengo recuerdo del típico pitido que emite un parlante cuando se prende y se acopla por un instante con el micrófono en un tono afilado e irritante. Sí recuerdo que, cuando menos lo esperábamos, un rotundo y resonante grito de "¡YAAAA!" nos marcaba el inicio de la práctica.
Comenzaba entonces el estruendo de más de cuarenta máquinas de escribir a todo trote. Los timbres que anunciaban el límite de una línea reventaban agudos como palomitas de maíz. Era señal de jalar de la palanca de retorno de carro y comenzar nuevamente.

Pasado este trance inicial, parecíamos estar sincronizados. Éramos como esos ejércitos orientales, rigurosamente entrenados, haciendo maniobras con asombrosa precisión. Algunos incluso miraban hacia los lados, seguros de sí mismos, galopando sobre sus bestias de metal, pero ahora con el ritmo de un caballo de paso peruano.

Ese común ejercicio de mecanografía en el que nos encontrábamos; ese momento casi etéreo, que en conjunto habíamos logrado, era desbaratado por un contundente y atronador ¡BAAAAASTA! que salía de lo más interno, de las entrañas mismas de la profesora, amplificado por un potente parlante que le llegaba casi hasta la cintura.

Todos nos deteníamos en el acto. Había pasado lo peor. Habíamos sobrevivido a otra evaluación de mecanografía con la miss Alicia. Se podía ver dibujada en nuestros rostros una leve sonrisa. Nuestros brazos colgaban inertes como ahorcados. Los músculos se relajaban y el ritmo de nuestros corazones disminuía.

La profesora no toleraba que una tecla más fuese presionada después de su aviso. El silencio debía ser absoluto, sepulcral. Me imagino que tomaba como una falta de respeto, como una actitud desafiante, el que algún alumno siguiera tecleando.

Una tecla sonó. ¿O fueron dos? La profesora ubicó el lugar de donde provino el sonido. “¡He dicho que basta!” gritó a la vez que le acarició la patilla izquierda. 

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