Como todos los días, ella me
esperaba en la puerta de su casa para comentar los sucesos del día en el
colegio o para contar las hormigas que desfilaban, diligentes y metódicas, en
su jardín. Y si algunas veces no había de qué hablar, el silencio no nos era
incómodo. Era la amalgama de nuestra amistad.
—Sube Naysha —le dije emocionado—
Vamos a dar una vuelta.
Ella estaba tan entusiasmada como
yo, y subió sin remilgos. Pude ver la emoción en sus ojos y sentí la propia en
todo mi cuerpo. Se acomodó de copiloto y cerró la puerta.
—¡Ya vamos Geremy, antes que nos
vean desde tu casa!
Las manos me sudaban y sentí mi
corazón a todo galope. Enganché primera y transmití todo ese vértigo a la
máquina, hundiendo mi pie derecho en el acelerador. Mantuve el otro a medio
camino en el pedal del embrague y logré que las llantas rechinaran por un momento,
dejando una estela de humo antes de partir raudos.
Nair me miró deslumbrada. Ella
sabía de mi pasión por los automóviles, pero ahora me veía en acción. Mi mano
izquierda atenazaba el volante mientras que la derecha empuñaba, férrea, el
pomo de la palanca de cambios.
Aceleraba a full en las rectas
haciendo los cambios sin soltar la palanca. Luego, a unos diez metros del cruce,
enganchaba la segunda. Mantenía el embrague a fondo, daba la curva, y soltaba
rápidamente el pedal. Las revoluciones del motor subían y éste rugía como un
león. La tracción trasera del viejo Toyota hacia que el auto patinara. Yo
corregía ese sesgo en la parte posterior girando el volante hacia el lado
contrario.
Naysha estaba fascinada con mi
conducción. Le encantaba –me confesó después- mi forma de hacer los cambios,
sin retirar la mano del pomo. Teníamos quince años, y esta era, como el tema
que sonaba fragoroso en ese momento —Personal Jesus— nuestra aventura personal.
La intersección de Jesús vendría después.
Ya era completamente de noche. Aceleré
en una recta larga, al costado de un parque, esperando la intersección propicia
para una buena curva —tipo Los Magníficos, la denominaba— cuando, de repente…
— ¡Germán! ¡Cuidado! —gritó Nair
con todas sus fuerzas, mientras se aferraba con las dos manos al tablero del
Toyota. Fue un grito angustioso. Debe haber visto toda su vida pasar en ese
instante.
— ¡Mierda! —exclamé y presioné el
pedal del freno hasta casi atravesar el piso del auto. Giré el timón hacia la
izquierda y levanté el freno de mano para ayudarle al carro a frenar. Las
llantas rechinaron en un gemido casi animal hasta que el auto se detuvo.
En la zona donde vivíamos, el
alumbrado público era escaso; y los pocos postes de luz que habían estaban casi
siempre apagados debido a los apagones, cortesía del terrorismo de la época.
Bajamos del Toyota, y nos dimos
cuenta de que —a menos de un metro de donde el auto se detuvo— había una zanja
de talvez un metro de profundidad. Mis piernas me temblaban y mis rodillas casi
podían chocarse la una con la otra. Nair estaba pálida y se llevó ambas manos
al rostro.
—¡Geremy, acá nos matábamos! —me
dijo nerviosa.
—Nada que ver Naysha —le dije
tratando de disimular mi desazón— Acá estas con Meteoro.
—Pero si no habías visto este
tremendo huecazo.
—Bueno, pa’ que veas que bueno es
este carro.
—Pucha, de la que nos salvamos —suspiró
Nair aliviada.
Subimos al auto. Bajé el volumen
de la casetera hasta el susurro, y regresamos a casa en silencio. Un silencio cómplice
y cómodo, como el de dos verdaderos amigos.
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