viernes, 29 de noviembre de 2019

Una vuelta

Un viernes, cuando el ocaso iba cediendo a la noche, decidí dar unas vueltas por ahí con Nair, y tomé prestado —sin autorización— el auto de mi papá. Puse un casete de Depeche Mode a todo volumen y avancé los pocos metros que separaban mi casa de la suya.

Como todos los días, ella me esperaba en la puerta de su casa para comentar los sucesos del día en el colegio o para contar las hormigas que desfilaban, diligentes y metódicas, en su jardín. Y si algunas veces no había de qué hablar, el silencio no nos era incómodo. Era la amalgama de nuestra amistad.

—Sube Naysha —le dije emocionado— Vamos a dar una vuelta.

Ella estaba tan entusiasmada como yo, y subió sin remilgos. Pude ver la emoción en sus ojos y sentí la propia en todo mi cuerpo. Se acomodó de copiloto y cerró la puerta.

—¡Ya vamos Geremy, antes que nos vean desde tu casa!

Las manos me sudaban y sentí mi corazón a todo galope. Enganché primera y transmití todo ese vértigo a la máquina, hundiendo mi pie derecho en el acelerador. Mantuve el otro a medio camino en el pedal del embrague y logré que las llantas rechinaran por un momento, dejando una estela de humo antes de partir raudos.

Nair me miró deslumbrada. Ella sabía de mi pasión por los automóviles, pero ahora me veía en acción. Mi mano izquierda atenazaba el volante mientras que la derecha empuñaba, férrea, el pomo de la palanca de cambios. 

Aceleraba a full en las rectas haciendo los cambios sin soltar la palanca. Luego, a unos diez metros del cruce, enganchaba la segunda. Mantenía el embrague a fondo, daba la curva, y soltaba rápidamente el pedal. Las revoluciones del motor subían y éste rugía como un león. La tracción trasera del viejo Toyota hacia que el auto patinara. Yo corregía ese sesgo en la parte posterior girando el volante hacia el lado contrario.

Naysha estaba fascinada con mi conducción. Le encantaba –me confesó después- mi forma de hacer los cambios, sin retirar la mano del pomo. Teníamos quince años, y esta era, como el tema que sonaba fragoroso en ese momento —Personal Jesus— nuestra aventura personal. La intersección de Jesús vendría después.

Ya era completamente de noche. Aceleré en una recta larga, al costado de un parque, esperando la intersección propicia para una buena curva —tipo Los Magníficos, la denominaba— cuando, de repente…

— ¡Germán! ¡Cuidado! —gritó Nair con todas sus fuerzas, mientras se aferraba con las dos manos al tablero del Toyota. Fue un grito angustioso. Debe haber visto toda su vida pasar en ese instante.

— ¡Mierda! —exclamé y presioné el pedal del freno hasta casi atravesar el piso del auto. Giré el timón hacia la izquierda y levanté el freno de mano para ayudarle al carro a frenar. Las llantas rechinaron en un gemido casi animal hasta que el auto se detuvo.

En la zona donde vivíamos, el alumbrado público era escaso; y los pocos postes de luz que habían estaban casi siempre apagados debido a los apagones, cortesía del terrorismo de la época.

Bajamos del Toyota, y nos dimos cuenta de que —a menos de un metro de donde el auto se detuvo— había una zanja de talvez un metro de profundidad. Mis piernas me temblaban y mis rodillas casi podían chocarse la una con la otra. Nair estaba pálida y se llevó ambas manos al rostro.

—¡Geremy, acá nos matábamos! —me dijo nerviosa.
—Nada que ver Naysha —le dije tratando de disimular mi desazón— Acá estas con Meteoro.
—Pero si no habías visto este tremendo huecazo.
—Bueno, pa’ que veas que bueno es este carro.
—Pucha, de la que nos salvamos —suspiró Nair aliviada.

Subimos al auto. Bajé el volumen de la casetera hasta el susurro, y regresamos a casa en silencio. Un silencio cómplice y cómodo, como el de dos verdaderos amigos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario