miércoles, 20 de noviembre de 2019

Nuevo look

Tercero de media está a medio tramo en el larguísimo camino de la secundaria. Es un período crítico en nuestro desarrollo, tanto personal como social. Es la época de las hormonas en ebullición. Ocurren cambios en nuestra personalidad y apariencia, sean estos naturales como las desagradables erupciones o producidos, como un cambio de lookAl menos lo era hace treinta años. Hoy, la adolescencia se ha adelantado, y lo que sentíamos y hacíamos a los catorce ahora sucede a los once, o menos.

Michael apareció ese lejano 1988 con una apariencia distinta. Algo había cambiado en él. Estaba más alto y delgado como casi todos en el salón –yo no– pero eso no era todo. Era su cabello: había cambiado. Yo lo recordaba ondulado. Meses de aplicarse con regularidad Suave Gel de Helen Curtis, habían convertido su antes sinuosa caballera en una pelambre crespa, tupida e impermeable.

Humberto, que aún no era ni Pez ni Chito, llegó también con el cabello engominando con no sé si Helen Curtis o Glostora, pero el brillo en su cabellera era intenso, acentuado por el sol de verano. Él, como muchos, se encontraba en una tenaz lucha contra el despreciable, pero ineludible, acné.

Está claro que la moda era el peinado hacia atrás, con kilos de gel. Sin embargo, Rodrigo estaba ahí para alejarse de la norma; para ser la excepción a la regla. Para ser único. Él llegó con un peinado wave: el cabello rapado atrás y a los lados, pero crecido en la parte superior. Era una versión primigenia del famoso ‘hongo’ de los noventas.

Yo también llegaba con nuevo look. Llevaba ya tres meses usando un corsé de Milwaukee durante veintitrés horas al día. Esta era una armazón, un andamiaje de barras de aluminio -una adelante y dos atrás- que iba desde la cintura hasta el cuello, comenzando en una base de cuero y terminando en un collarín. Tenía la columna desviada de nacimiento, y luego de años de inútiles terapias –más por mi desidia que por la terapia en si- el doctor aseguró que era la única opción que me quedaba para enderezarla. Mis huesos estaban ya solidificándose. Caballero, no me quedó otra.

Sabía que iba a ser difícil acostumbrarme a estar rígido desde la cintura para arriba, día y noche, durante dos largos años. Sin embargo, durante ese verano logré dominarlo por completo: caminaba, corría, montaba bicicleta y hasta el carro de mi viejo podía manejar. Había días en los  que me lo quitaba sólo para bañarme y de inmediato me lo volvía a poner. Durante el verano, visité a mis amigos con mi cuerpo –como bautizaron al corsé- así que, para abril, cuando comenzaron las clases, estaban acostumbrados a verme usándolo y yo a usarlo.

En realidad, para mí, usar ese exoesqueleto me trajo ventajas como no hacer las tareas: “miss, tuve que ir a mi consulta a la clínica San Juan”, evitar la formación escolar de los lunes: “miss, el doctor me ha dicho que no esté tanto rato parado” o sortear las infames clases de educación física: “profe, el doctor me ha dicho que no haga el más mínimo esfuerzo físico”. Y la principal: me enderecé y crecí.

Hasta en situaciones extremas, mi supuesta condición de discapacitado, generaba conmiseración. Recuerdo una en particular con la miss Inés.

La profesora dejó el aula, y encargó la disciplina a los policías escolares: “school policemen, take care of the class” decía. El salón quedó acéfalo, sin dirección, y la anarquía y descontrol se instalaron. Poco era lo que la autoridad a cargo –school policemen— podía hacer.

 No sé por qué me asomé por la puerta, y miré hacia el pasadizo. Vi venir entonces a la profesora. De inmediato cerré la puerta. —¡La Inés, ahí viene la Inés! —alerté. Todos en el salón regresaron a sus carpetas y el silencio se instaló.

Segundos después ella entró. Tenía —era su rictus clásico— la boca estirada hacia un costado, en una mueca de desprecio, como si estuviera oliendo algo desagradable. Tercero de media, cuarenta y dos adolescentes en pleno verano en un ambiente con poca ventilación. No la culpo.

—¿Quién me ha tirado la puerta en la cara? —preguntó.

Tenía la mirada fija en algún punto hacia su lado izquierdo. Luego hacia el derecho. Yo no me di por aludido puesto que yo no había tirado la puerta, la había cerrado. El salón era un cementerio de noche.

— ¡He preguntado quién me ha tirado la puerta en la cara! — Insistía en la pregunta. Sus ojos, de por sí saltones, parecían ahora salir de sus orbitas. Sus fosas nasales se dilataban al máximo haciendo más evidente su temprana rinoplastia.

—Yo he sido miss, pero no he tirado la puerta —confesé a medias. Me levanté de mi sitio y me paré a un costado. Lo hice con dificultad, como si mi cuerpo –el corsé– me incomodara y me causara dolor.

Me quedó mirando con sus ojos saltones, su nariz respingada y sus cejas arqueadas. Yo le sostuve la mirada.

—¿Quién le cree a Tejada? —preguntó desafiante, con ese mohín suyo de desprecio.

Para mi orgullo, no sólo mis amigos se levantaron de sus asientos, sino también algunas amigas. Se podría decir que mis amigos lo hicieron por lealtad al hermano en desgracia, en un acto noble; pero las chicas sí creían realmente en mí. O eso quise creer yo.

—Siéntate no más— me dijo mientras con su mano derecha hizo el ademán de sentarse que un amo le haría a su perro.

Y comenzó con una larga y agría perorata dirigida a mis files amigos y amigas, en la cual vociferó –entre otras afrentas– que ellos seguramente quedaban al cuidado de empleadas y que sus padres no los educaban como deberían hacerlo.

Yo, bien sentado. 

Al año y medio de usar el corsé, tocaba ir a la clínica San Juan de Dios para un ajuste -seguía creciendo- y hablé con mi papá. Le dije que ya estaba cansado de usarlo, y que sentía que me limitaba: solo podía hacer el baile del robot en los quinceañeros. Él entendió y estuvo de acuerdo conmigo. Usarlo fue una de las mejores decisiones que tomé mi vida, y pude hacerlo gracias al apoyo de mis padres, y sobretodo, de mis amigos. 

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