Michael
apareció ese lejano 1988 con una apariencia distinta. Algo había cambiado en
él. Estaba más alto y delgado como casi todos en el salón –yo no– pero eso no
era todo. Era su cabello: había cambiado. Yo lo recordaba ondulado. Meses de
aplicarse con regularidad Suave Gel de Helen Curtis, habían convertido su antes
sinuosa caballera en una pelambre crespa, tupida e impermeable.
Humberto,
que aún no era ni Pez ni Chito, llegó también con el cabello engominando con no
sé si Helen Curtis o Glostora, pero el brillo en su cabellera era intenso, acentuado
por el sol de verano. Él, como muchos, se encontraba en una tenaz lucha contra
el despreciable, pero ineludible, acné.
Está
claro que la moda era el peinado hacia atrás, con kilos de gel. Sin embargo, Rodrigo
estaba ahí para alejarse de la norma; para ser la excepción a la regla. Para
ser único. Él llegó con un peinado wave:
el cabello rapado atrás y a los lados, pero crecido en la parte superior. Era
una versión primigenia del famoso ‘hongo’ de los noventas.
Yo
también llegaba con nuevo look. Llevaba ya tres meses usando un corsé de
Milwaukee durante veintitrés horas al día. Esta era una armazón, un andamiaje
de barras de aluminio -una adelante y dos atrás- que iba desde la cintura hasta
el cuello, comenzando en una base de cuero y terminando en un collarín. Tenía
la columna desviada de nacimiento, y luego de años de inútiles terapias –más por
mi desidia que por la terapia en si- el doctor aseguró que era la única opción que
me quedaba para enderezarla. Mis huesos estaban ya solidificándose. Caballero,
no me quedó otra.
Sabía
que iba a ser difícil acostumbrarme a estar rígido desde la cintura para arriba,
día y noche, durante dos largos años. Sin embargo, durante ese verano logré
dominarlo por completo: caminaba, corría, montaba bicicleta y hasta el carro de
mi viejo podía manejar. Había días en los que me lo quitaba sólo para bañarme y de
inmediato me lo volvía a poner. Durante el verano, visité a mis amigos con mi cuerpo –como bautizaron al corsé- así
que, para abril, cuando comenzaron las clases, estaban acostumbrados a verme usándolo
y yo a usarlo.
En
realidad, para mí, usar ese exoesqueleto me trajo ventajas como no hacer las tareas:
“miss, tuve que ir a mi consulta a la clínica San Juan”, evitar la formación
escolar de los lunes: “miss, el doctor me ha dicho que no esté tanto rato
parado” o sortear las infames clases de educación física: “profe, el doctor me
ha dicho que no haga el más mínimo esfuerzo físico”. Y la principal: me
enderecé y crecí.
Hasta
en situaciones extremas, mi supuesta condición de discapacitado, generaba conmiseración.
Recuerdo una en particular con la miss Inés.
La
profesora dejó el aula, y encargó la disciplina a los policías escolares: “school policemen, take care of the class”
decía. El salón quedó acéfalo, sin dirección, y la anarquía y descontrol se instalaron.
Poco era lo que la autoridad a cargo –school
policemen— podía hacer.
No sé por qué me asomé por la puerta, y miré
hacia el pasadizo. Vi venir entonces a la profesora. De inmediato cerré la puerta.
—¡La Inés, ahí viene la Inés! —alerté. Todos en el salón regresaron a sus
carpetas y el silencio se instaló.
Segundos
después ella entró. Tenía —era su rictus clásico— la boca estirada hacia un
costado, en una mueca de desprecio, como si estuviera oliendo algo
desagradable. Tercero de media, cuarenta y dos adolescentes en pleno verano en
un ambiente con poca ventilación. No la culpo.
—¿Quién
me ha tirado la puerta en la cara? —preguntó.
Tenía
la mirada fija en algún punto hacia su lado izquierdo. Luego hacia el derecho. Yo
no me di por aludido puesto que yo no había tirado la puerta, la había cerrado.
El salón era un cementerio de noche.
—
¡He preguntado quién me ha tirado la puerta en la cara! — Insistía en la pregunta.
Sus ojos, de por sí saltones, parecían ahora salir de sus orbitas. Sus fosas
nasales se dilataban al máximo haciendo más evidente su temprana rinoplastia.
—Yo
he sido miss, pero no he tirado la puerta —confesé a medias. Me levanté de mi
sitio y me paré a un costado. Lo hice con dificultad, como si mi cuerpo –el corsé– me incomodara y me
causara dolor.
Me
quedó mirando con sus ojos saltones, su nariz respingada y sus cejas arqueadas. Yo le sostuve la mirada.
—¿Quién
le cree a Tejada? —preguntó desafiante, con ese mohín suyo de desprecio.
Para
mi orgullo, no sólo mis amigos se levantaron de sus asientos, sino también
algunas amigas. Se podría decir que mis amigos lo hicieron por lealtad al
hermano en desgracia, en un acto noble; pero las chicas sí creían realmente en
mí. O eso quise creer yo.
—Siéntate
no más— me dijo mientras con su mano derecha hizo el ademán de sentarse que un
amo le haría a su perro.
Y
comenzó con una larga y agría perorata dirigida a mis files amigos y amigas, en
la cual vociferó –entre otras afrentas– que ellos seguramente quedaban al
cuidado de empleadas y que sus padres no los educaban como deberían hacerlo.
Yo,
bien sentado.
Al año y medio de usar el corsé, tocaba ir a la clínica San Juan de Dios para un ajuste -seguía creciendo- y hablé con mi papá. Le dije que ya estaba cansado de usarlo, y que sentía que me limitaba: solo podía hacer el baile del robot en los quinceañeros. Él entendió y estuvo de acuerdo conmigo. Usarlo fue una de las mejores decisiones que tomé mi vida, y pude hacerlo gracias al apoyo de mis padres, y sobretodo, de mis amigos.
Al año y medio de usar el corsé, tocaba ir a la clínica San Juan de Dios para un ajuste -seguía creciendo- y hablé con mi papá. Le dije que ya estaba cansado de usarlo, y que sentía que me limitaba: solo podía hacer el baile del robot en los quinceañeros. Él entendió y estuvo de acuerdo conmigo. Usarlo fue una de las mejores decisiones que tomé mi vida, y pude hacerlo gracias al apoyo de mis padres, y sobretodo, de mis amigos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario