sábado, 30 de noviembre de 2019

Permiso concedido

Pilar y Melissa vinieron a iniciar sus estudios superiores a la capital y se hospedaron en la casa de sus tíos Pedrín y Margarita en el límite entre los distritos de Lince y San Isidro. Era una zona residencial, pero a escasas cuadras de todo lo que en un distrito popular como Lince ofrecía: mercados, bodegas, panaderías, chifas y demás.

El tío Pedrín instaló una división de madera en el amplio dormitorio de Luis, su hijo menor de trece años. Un muchacho menudo y pequeño para su edad, a quien el desarrollo aún le era esquivo.

Pili y Meli, como se las conocía, compartían una cama de dos plazas a su lado de la división, y ahí se hallaban sentadas con su primito, conversando como todas las noches después de la cena.

—Anda compra una Coca-Cola, hijo —le pidió su padre. Apenas asomándose por la división.
—Ya pa’. Voy en el carro —contestó Luis, muy seguro de cada una de sus palabras.

Sus primas sonrieron y se miraron cómplices. Eran conscientes de lo atrevida de la afirmación de Luis, y sabían que él iba en serio.

—Anda pues, pero ya tú ve si te para la policía —le desafió su padre, lanzándole las llaves hacia la cama.

Las hermanas se volvieron a mirar, pero esta vez con desconcierto. Luis, siempre acompañado por su padre, manejaba por las noches cuando regresaban de alguna reunión. Pero sin él de copiloto, se limitaba a guardar los carros en la estrecha cochera

Como expelido por un resorte, Luis se incorporó, tomó las llaves del auto y fue escaleras abajo en busca del pequeño VW escarabajo. No era el carro que solía manejar con su papá, pero lo conocía bien. Con César, el chofer, había acumulado cientos de horas de manejo en años, sin que su padre lo sepa.

Acercó el asiento lo más que pudo —aún así tuvo que alejarse del espaldar para llegar a los pedales— acomodó los espejos a su posición de conducción y prendió el motor. Eran más de las nueve de noche y la avenida de su casa estaba despejada. La tienda de Don Juan, alias Rata Gorda, estaba a unas tres cuadras de distancia, a solo un giro a la izquierda de su lugar de partida, en la recta de Eduardo.

Luego de retroceder para sacar el VW de la quinta donde vivía, Luis puso primera y salió en busca de la Coca-Cola, pero para él era mucho más que eso. Era una conquista, era un sueño hecho realidad: por fin podía manejar solo y con la venia de su querido padre. Ya era un adulto.
«Pucha, cómo no está Edu por acá» pensó cuando pasó por la casa de su amigo. Un poco más allá, detuvo el pequeño bólido, justo frente a la tienda del Rata Gorda.

Bajó del carro con la autoestima al tope. Tenía su propio auto y podía ir a donde quería. —Una Coca-Cola familiar por favor —pidió entregando el envase vacío. Don Juan - le devolvió uno lleno, recibió el pago y entregó el cambio. «Nombre de casanova para este tío gordito, encima con esa chapa tan horrible» pensó y sonrió.

El camino de regreso pudo ser el mismo si hacia un giro en U, pero prefirió darle una vuelta a la manzana; así manejaría más y su victoria sería mayor. Giró a la derecha en José Leal con precaución.

Avanzó unos cincuenta metros y una luz reflejada en el espejo interior lo encegueció por un instante. Cuando pensó que la luz se alejaba, miró a su izquierda y un policía le indicó que se estacionara. Tuvo que llegar a la esquina, girar a la derecha –se aseguró de activar la luz direccional– para finalmente estacionar el carro al lado derecho de la calzada.

No estaba nervioso. Sabía que alguna falta al reglamento estaba cometiendo, pero tenía el permiso de su papá, así que respondió al interrogatorio del policía con naturalidad.

—Su brevete —pidió desafiante el policía.
—No tengo señor.
—Su libreta electoral. —exigió nuevamente.
—Tampoco tengo señor.
—Su libreta militar entonces —solicitó el policía impaciente.
—No señor, tampoco. Soy menor de edad. —explicó Luis. Sentía cómo la adrenalina iba corriendo por su sangre.
— Ya, ya chibolo. Maneja hasta casa. —ordenó el otro policía —con cuidado carajo!

Luis subió al auto, desconectó las luces de emergencia que –aunque no era necesario–- había prendido y encendió el motor. Tuvo mucho cuidado en activar la luz direccional en cada giro, y manejo con prudencia hasta la quinta. Los dos policías estacionaron su patrullero en la avenida, a la entrada de la quinta. No bajaron.

Pili y Meli escucharon el ruidoso motor del VW y se asomaron por la ventana del segundo piso a ver llegar a su primo.

—Luchito, te has demorado un poco. ¿Todo bien?  —preguntó Pilar.
—Si Pilita acá esta la gaseosa. Pero ha habido un pequeño problemita —había una media sonrisa en el rostro de Luis.

Meli, sacó entonces medio cuerpo por la ventana y miró hacia afuera de la quinta. Le extrañaba ver una luz roja y azul intermitentes. No le tomó nada de tiempo saber qué pasaba.

—Melisita, ¿Llegó Luchito? —preguntó el tío Pedrín desde su habitación. Sonaba orgulloso de la primera victoria de su winsho, su último hijo.
— Si tío Pedrito, pero ha venido con un patrullero creo.
—Dile a mi papá que baje, Pili. Unos policías quieren hablar con él.

El tío Pedrín había estado con el pijama puesto, viendo su novela. Abrió el closet y se envolvió en su bata marrón de baño, se calzó sus viejos y entrañables ojotas –que él llamaba mis yanques –, puso una de sus tarjetas de presentación dentro de su carné y bajó al encuentro de los agentes del orden.

Pasó delante de Luis y le pidió las llaves. No le dijo más nada. Él había autorizado esta primera incursión en la adultez de su hijo, quien subió a su cuarto y de inmediato comenzó el interrogatorio.

—Luchito, primo, ¿Qué ha pasado? ¡Cuenta!

—Oficiales, buenas noches.

—Nada Meli, yo llegué al rata gorda tranquilazo.
— Ya, ¿y?
—Y bueno, bajé del carro, entré a la bodega y pedí la Coca-Cola, y la pagué. Fue un toque. Pensé en buscar a mi pata Edu que vive al costado, pero dije no. Mejor no.

—Buenas noches Sr.
—Permítanme presentarme: soy el Dr. Pedro Olórtegui. Acá les entrego mi tarjeta y mi carné.
—Buenas noches Dr. Olórtegui. Como sabrá, su mejor hijo ha sido encontrado a las veintiuna horas con diez minutos de la noche del presente día operando un vehículo automotor sin los documentos necesarios para tal operación.

—Pero al pasar por ahí, al llegar, ¿no habías visto al patrullero?
—La verdad que ni me fije Pilita. Yo solo manejé con cuidado. Ni siquiera hice sonar las llantas en las curvas.
—No será que ese mañoso del rata gorda… ay que feo apodo… pero has visto como nos mira hermana? Bueno, ¿no será que ese adefesio buchisapa del Don Juan les alertó?
—No creo. Todo fue rapidazo. Ni bien di la vuelta de manzana… ¡tamare! Debí dar vuelta en U ahí nomá… Ni bien di la primera vuelta, ya estaba esa lucezasa en mi ojo.

—Este muchacho! Maneja desde los cinco años. Yo lo sentaba en mis piernas y él llevaba el timón; luego, los cambios; y ya acá en Lima, cuando vinimos la familia completa porque me nombraron Vocal Supremo del Tribunal Agrario, todo el carro.
—Si doctor, entiendo. Pero esta es una falta grave. Como mi compañero puede constatar, su menor hijo no mostró ningún tipo de documento cuando se le fue requerido por la autoridad. Además, no respetó las señales de tránsito ni operó de manera apropiada las luces indicadoras.

—Pero y qué te dijeron los tombos?
—Me pidieron mis documentos pues, y yo solo tengo mi carné de aguilucho de Faucett de cuando fui a Moyobamba en avión. Luego me dijeron que maneje de vuelta a casa. Vine despacito, parando en cada esquina y poniendo todas las direccionales.

—Oficiales, tienen toda la razón. Es una falta grave y lo peor es que yo, en broma, le contesté a mi hijo que podía llevar el carro. Jamás pensé que lo tomaría en serio. Les ruego que, únicamente por esta vez, perdonen la falta de mi hijo, que en realidad es la mía. Tiene mi número ahí en la tarjeta, si en algún momento tiene alguna consulta jurídica.
—Bueno doctor Olórtegui, usted sabe cómo está la Policía, y esta es una falta grave: multa e internamiento del vehículo automotor en cuestión. Y…
—Como les repito oficiales: están en todo su derecho de proceder de acuerdo al reglamento, pero somos seres humanos y debemos también siempre ver los atenuantes del deli…de la infracción. Me encargaré de que esto jamás vuelva a ocurrir.

—Ay primito, espero que te sirva de lección. Ven acá, dame un abrazo.
—¡Pero que conste que mi papá me autorizó ah! Además, no choque a nadie ni a nada, y la gaseosa llegó intacta.  

—Está bien doctor Olórtegui. Esperemos verlo pronto, pero en otras circunstancias. Tenga su carné.
—Gracias oficiales. Muy agradecido.

Pedrín logro sortear con éxito el “requerimiento” de los policías. Se sentía satisfecho y no estaba molesto con su hijo. Sabía que, a la mínima oportunidad, Luis iba a tomar el carro si es que contaba con su autorización. Y este había sido el caso.
Subió la escalera velozmente como lo seguiría haciendo por más de treinta años, entró a su cuarto, se quitó la bata marrón, y se dirigió al cuarto compartido.
Con la mirada fija en su hijo, el ceño fruncido, lanzó las llaves nuevamente a la cama y dijo: “Luis, anda guarda el carro”. Pilar y Melissa empezaron a reír y Luis suspiró aliviado. La había sacado barata. No tanto en realidad.

Un par de meses después, a pocos días de la navidad, los oficiales aquellos pasaron a saludar al Dr. Olórtegui y exigir su presente navideño. Luis, ese año, se quedaría sin el suyo.

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