domingo, 19 de enero de 2020

Margarita. Mi madre.

1

Margarita, mi madre, terminó la secundaria el año 1957. Tenía dieciocho años de edad, y decidió seguir Pedagogía. Quería ser profesora, lo tenía muy claro. Postuló entonces a la Universidad Nacional de Trujillo e ingresó un jueves 13 de marzo de 1958. Recuerda claramente esa fecha, pues le llena de orgullo. Celebró con mucha alegría. No imaginó, ese día, lo que le tocaría vivir.
Se acercaban los exámenes de fin de año, y había organizado un grupo de estudios, con dos amigas, para llegar bien preparadas a las pruebas y obtener los primeros puestos en su año.
Aquel día, 3 de noviembre, salió rauda a su casa con la intención de saludar a su mamá por su cumpleaños. Sabía que ahí estarían sus primas paternas Ñaña y Bebe y otras personas más, tomando lonche con Teito. Eso la motivaba mucho, pero era más fuerte el dolor de cabeza que comenzaba a atormentarla. Cambió el rumbo, y fue a la agencia del Club Hípico, en donde sabía que encontraría a su padre, Don Humberto Córdova. Él no vivía con ella ni con sus tres hermanas.
—Papá, me duele mucho la cabeza, y se vienen los exámenes de fin de año —le dijo. Fruncía el ceño mientras oprimía las sienes con los pulgares de ambas manos, buscando aliviar en algo la terrible jaqueca.
Le dio cincuenta soles y le indicó que fuera a ver al Dr. Del Castillo, un viejo médico de la ciudad. El galeno le receto Optalidón, un medicamento de uso común en la época —retirado ya del mercado— para tratar migrañas, y que hoy sería la delicia de adictos a los barbitúricos.
Llegó a casa y a duras penas saludó a sus primas y demás invitados. Fue directo a acostarse. Ella compartía el dormitorio con sus tres hermanas y su abuelita. Había un incómodo somier de fierro con la cabecera de metal para cada una. En otra habitación, dormía sola mi abuelita Teófila: Teito. Teochita.
En la madrugada del 4 de noviembre, la Teochita escuchó un golpe seco. Fue directo al cuarto de sus hijas y de su madre, y vio que faltaba una de ellas en su cama: mi madre. Fue hacia el baño y vio ahí a su hija Margarita, la segunda de cuatro, tirada en el piso, inconsciente.

2

De inmediato despertó a mis tías y a mi bisabuela Petilla.  Levantaron a mi mamá del piso y la volvieron a acostar. Ella se daba de golpes en la cabecera de metal. “¡Mi cabeza, mi cabeza!” gritaba, sin poder soportar el dolor. Vomitaba sin parar.
Amaneció y mi abuelita fue a buscar a su cuñada Esther. Ella había hecho lo que su hermano Humberto nunca hizo: hacerse cargo, con disciplina y amor, de sus sobrinas. Mi madre considera y recuerda siempre a su tía Esther, como una segunda madre. Llegaron también a la casa mi papá, que andaba enamorando por esa época a mi mamá, y mi tío Félix Rojas. Ambos eran asiduos visitantes al hogar de las hermanas Córdova Arróspide.
También era amigo de la casa, el joven abogado Dr. Hernán Rojas Rengifo, quien tenía una estrecha amistad con el tío Félix. En su condición de Presidente de la Federación Universitaria, el Dr. Rojas, a cuenta de la universidad, envió dos médicos para que evaluaran a mi mamá. La encontraron con fiebre alta y en un estado parecido a la inconciencia. Nada pudieron hacer.
La tía Claudelina, hermana de Humberto y Esther, se encontraba de visita en Trujillo. Al ver a su sobrina Margarita en ese estado, y tomando en cuenta que dos doctores no habían logrado ningún avance, le sugirió a mi abuelita que fuera a ver al   Boliviano. “Puede ser brujería, Teófila” le dijo. Mientras tanto, preparó la tía una infusión de variadas hierbas y le dio de tomar a Margarita. Ella devolvió todo con rotundas arcadas. “Es mal de Dios, Sra. Teito” le dijo el curandero a mi abuelita, sosteniendo una blusa y una foto de mi madre. “Busque un buen doctor” le sugirió.
Teito se acordó del Dr. Hernán Miranda, quien a pesar de su juventud —estaba en sus primeros años de práctica profesional— había ya curada a mi tía Amelia, la mayor de las hermanas, de una grave enfermedad tanto mental como física. Logró también convencer a un tal doctor Acuña —quien en un principio se negó— de operar a mi bisabuela Petilla, bajo su entera responsabilidad. El Dr. Miranda no era médico cirujano, era médico laboratorista.
El problema era que los médicos se encontraban en una huelga general, y solo atendían emergencias dentro de los hospitales. Mi abuelita logró llegar a él, y sin importarle las consecuencias, el Dr. Miranda fue a evaluar a mi mamá. “Ustedes han sido mis primeras pacientes. No las voy a defraudar ahora” dijo, y escapó del centro médico por la puerta posterior.
Al llegar el doctor a casa, evaluó a Margarita. “No es fiebre intestinal” aseguró, y ordenó cambiar todas las medicinas que los doctores anteriores habían prescrito. Los días pasaban y no había mejoría en el estado de salud de mi mamá. Mi papá iba todos los días a visitarla. “¿Quién es ese jovencito que se preocupa tanto por Mayga?” preguntó en una ocasión la Tía Claudelina. Se refería a mi papá.
Fue en una de estas visitas que mi papá notó que mi madre veía doble. “Mamá, ¿por qué hay dos adornos de gallitos ahí?” preguntó en una ocasión. “¿Por qué hay dos almanaques iguales en la pared?”, “¿Por qué Flora se ha puesto dos faldas?” fueron otras de sus preguntas. 
—Doctor, Margarita está viendo doble. Esta con la vista desviada —le dijo mi papá al Dr. Miranda en su consultorio.
—Uy, esta chica tiene meningitis —exclamó el doctor, llevándose una mano a la frente.
Preparó una receta y se la dio a mi papá. Contenía todo lo necesario para llevar a cabo una punción raquídea.
—¿Tienes plata? —le preguntó.
—No, doctor.
El Dr. Miranda sacó diez soles de su bolsillo y se los entregó a mi papá.
—Compra todo lo que esta acá. Nos encontramos en media hora.
La tía Esther iba todos los días a ver a su sobrina enferma. Llegaron el doctor y mi papá con todo lo necesario para la intervención. Estaban en la sala todos reunidos.
—Esto en una infección grave. Voy a hacer una punción raquídea Sr. Teito —informó a mi abuelita— Vamos a sentar a Margarita en la cama. Usted Sra. Esther le pone una almohada delante y la sujeta de las rodillas —instruyó a mi tía— Tú me sostienes este tubo, amiguito —le indicó a mi papá. En silencio total por favor —concluyó el doctor. Si fallaba podría dejar inválida a su paciente.
Entraron al cuarto, y mi tía Esther procedió como le fue indicado. Era una mujer con mucho temple que no le temía a nada. El doctor ubicó las vértebras en la espalda de mi madre y clavó la aguja hasta llegar al líquido cefalorraquídeo.
—¡Tía, no me pegue! —gritó mi madre, aunque más fue un quejido apagado.
—¿Así está bien, doctor? —preguntó mi papá, sujetando el tubo de ensayo.
—¡No hables! —dijo el Dr. Miranda, tratando de sonar enérgico y silente a la vez. 
Luego de la exitosa intervención, Margarita fue acostada nuevamente. La muestra había sido recogida. Regresaron a la sala, y el médico miró el tubo a contraluz.
—¡Dios mío! —exclamó el doctor— vamos a mi laboratorio a analizar esto. 
Mi papá acompañó al doctor a su consultorio. Se detuvieron en una luz roja, y aprovechó el médico para comprar un periódico. Ya en su consultorio, puso la muestra en la centrifugadora y esperó.
—Este líquido esta turbio. Tiene meningitis —diagnosticó con certeza.
—¿Se salvará Margarita, doctor? —preguntó lloroso mi padre.
—Si Dios quiere, amiguito —respondió el doctor.

3

La lista de medicinas era larga: veinticuatro pastillas al día. Larga y costosa. Recurrieron al Dr. Hernán Rojas Rengifo, quien días antes había enviado a dos médicos a revisar a Margarita, y quien nuevamente se hizo cargo del asunto: las recetas las recogía mi papá del consultorio del Dr. Miranda. Con el visto bueno del Dr. Rojas, procedía entonces a cobrar el dinero de la Oficina de Tesorería de la universidad y a comprar las medicinas para llevarlas a casa de mi mamá.
Mi papá había decidido no dar los exámenes finales en la universidad para dedicarse a tiempo completo a la recuperación de su enamorada. Así se lo comunicó a su hermano Carlín, quien junto a su otro hermano Germán, le financiaban los estudios y era lo correcto que estuvieran al tanto de su decisión. Carlín le apoyó y estuvo de acuerdo con él, pero sus compañeros de estudio le dijeron que imposible. Ellos le ayudarían, aunque fuese plagiando, a pasar todas pruebas.  No fue necesario: mi papá aprobó todos sus exámenes.
Durante diez meses mi madre no puso un pie en el suelo. A parte de las ocho medicinas que tomaba cada desayuno, cada almuerzo y cada cena; le ponían una serie de inyecciones. El Dr. Miranda ordenó una dieta muy balanceada: un pollito al día —literalmente— era preparado para la paciente. Carne de res, leche y huevos. Frutas y verduras.
Pasado este tiempo, el doctor le dio el alta a mi mamá y le pidió al Dr. Hernán Rojas Rengifo que la llevara a su consultorio para unas indicaciones. Mi tía Flora fue también. Antes había ayudado a su hermana, milagrosamente viva, a calzarse unas medias cubanas blancas altas para ocultar la flaqueza de sus piernas dormidas. Caminando con dificultad, apoyada en su hermana, llegó al consultorio.  En ese momento, el doctor se encontraba con su esposa.
—Te presento a mi muertita —dijo, tomando a mi mamá del hombro— Esta chica se hubiera muerto si no hubiera sido por… —y elevó un pulgar en alto, apuntando al cielo.
Las hermanas no pudieron contener las lágrimas. Mi mamá abrazó al doctor un buen rato.
Se había salvado.

4

—Margarita, escúchame bien: debes seguir alimentándote bien. Lo mejor para ti sería estar un tiempo en el campo, respirar aire puro.
—¿Podré regresar a la universidad, doctor? —preguntó mi mamá. Era la hermana estudiosa.
—No hija. Nada de estudios, nada de lecturas —fue categórico en esto —Vas a poder trabajar, pero no ahora. Ahora debes comer bien y respirar bien.
Había pasado ya poco más de un año del inicio de la enfermedad. Mi mamá siguió yendo a las consultas con su doctor, quien siempre le atendía con mucho cariño, tal vez demasiado. Sintió en ocasiones alguna mirada lasciva, o cuando menos, intimidante.
La tía Esther tenía una hacienda en Machaitambo, un pueblito en la sierra de La Libertad. Era el lugar ideal para que Margarita estuviera una buena temporada respirando aire puro y alimentándose bien. El problema era que la cosecha de la papa —la cual supervisaba personalmente la tía— se iniciaba recién dentro de tres meses. Le propuso entonces que iría a otra hacienda, la de su sobrino Fernando, hijo de su hermana Sofía, quien vivía con su esposa allá y no tenían hijos.
Inesperadamente, la tía Esther canceló el viaje de Margarita a la hacienda de su sobrino Fernando. Mi mamá nunca supo la razón de ese repentino cambio, pero supone que es porque su tía Sofía, que nunca fue tan cercana a ellas, sí lo era de la esposa actual de su padre, Humberto, y tiraba más para ella que para mi abuelita, a quienes Esther y Claudelina sí querían mucho.
Pronto llegó otra propuesta: Margarita iría a donde estaba su padre Humberto, en Cajabamba, en la sierra. Él estaba trabajando ahí como juez. Iba a hospedarse en la casa de una maestra del pueblo, Julita Becerra.
Estuvo ahí un par de meses, hasta que la tía Esther pidió que regresara a Trujillo. Fue con ella a la cosecha de la papa en Machaitambo en mayo de 1960. Ahí respiró aire puro y se alimentó con la mejor carne, tomó leche casi directamente de las vacas que ahí pastaban. Fueron seis meses felices.
—Tengo sed todo el día, tía —dijo mi mamá.
—¿Cómo así Mayga?
—Siento sal en la boca. Como si tuviera mucha sal, tía —explicó.
—Entonces tendrás que ir a Trujillo de regreso. —sentenció la tía Esther— Pero hay que esperar a Don Baylón.
Don Baylón era el propietario y chofer del único camioncito que llegaba hasta la hacienda. Muchas veces tenía que empujarlo varios metros para lograr encenderlo. Hacía el tramo a la costa tres o cuatro veces al mes.
En Trujillo toda su familia le esperaba con mucho entusiasmo. En especial mi papá a quien habían escondido en un ambiente de la pequeña casa, para darle la sorpresa. Su prima Margot —hija de la tía Claudelina— se encontraba también en Trujillo. Ella vivía en Lima con sus padres y hermanos. Tenía un buen trabajo de enfermera en Panagra, la empresa de aviación pionera en Sudamérica, lo que le permitió invitar a su prima Margarita a pasar una temporada por la capital. 
—¿Mayga conoces Lima?
—No Margot. Nadie en la casa ha viajado allá.
—Bueno, entonces yo te invito. Voy a comprar tu pasaje y te vas con Silvio en bus.
La navidad de 1960 y el verano posterior la pasó con sus primos Meléndez Córdova en la casa de su tía Claudelina y su esposo Leonidas. Esta es una de las épocas que mi mamá recuerda con más alegría: conoció la capital, fue a cenar a los mejores restaurantes —“¿Prima, esto es leche?” preguntó al ver en la mesa la botella de mayonesa—, fue al salón de belleza y a comprar ropa, compartió gratos momentos con Silvio (Chivito, aunque dejaron de usar ese término cuando se le dio otra connotación), Rebecca (Chia), Elsa, Betty y María, hermanos de Margot, su querida prima, responsable de toda esta felicidad.
La tía Claudelina tenía razones para que Margarita no regresara a Trujillo: quería que haga una carrera en la capital. Pero mi mamá extrañaba a su familia en el norte, sobre todo a su abuelita Petilla. Su tía en Lima, creía que su sobrino Miguel Estuardo, hijo de su hermana Esther, había ido con el cotilleo a casa de madre.
“Casi no me encuentras, hijita” le dijo su abuelita Petilla cuando llegó de regreso. Ella era una mujer menuda, de una edad imprecisa, poseedora de un agudo sentido del humor.  En una ocasión le dio un fajo de periódicos argentinos que su hijo le enviaba desde Buenos Aires al tío Félix: “para que limpies tu sipo” le dijo. En otra, cuando le preguntaron dónde estaban las llaves, contestó: “¿cómo se conservan los huevos?  ¡Colgados!” o “Levántense, ya salió el sol por su sipo”.
La abuelita Petilla falleció en junio de 1960. Esto entristeció mucho a la familia, y mi mamá decidió llevar guardar luto por un tiempo. Pero no sería por mucho tiempo. “Corta ese lindo cabello que tienes, hija. Un cabello largo y hermoso jala mucha vitamina” le dijo el doctor Miranda. “Tú y tus hermanas Margarita, son del mejor tipo que he visto en la ciudad” agregó, asomándole nuevamente esa mirada extraña que ya antes Margarita había notado. En realidad, mi mamá estaba ya acostumbrada a esos halagos, no por nada había sido reina desde el kindergarten hasta la universidad. Pero esa es otra historia.
La Teito tenía un amigo en la empresa de máquinas de coser Singer, quien fue una tarde a tomar lonche a su casa. Mientras departían le presentó a mi mamá y a la semana siguiente, estaba ya en la oficina de la empresa en el centro la ciudad.
—Señorita Córdova, ¿estaría usted dispuesta a trabajar acá?
—Pero Señor Larios, yo no sé escribir a máquina.
—No es necesario Señorita. Es para enseñar a los clientes a cocer y tejer en nuestras máquinas
—Entonces cuente conmigo señor.
—Le pido algo señorita Córdova —el señor Larios hizo un ademán de contrición, como si le diera vergüenza lo que estaba por decir— Usted sabe que esta empresa es gringa, y bueno, ellos no creen mucho en esto del luto. ¿Podría usted prescindir del luto durante las horas laborales?
—Por supuesto señor Larios, no hay problema —concedió mi mamá.
Acordaron un sueldo mensual de ochocientos soles. “Una fortuna para mí” recuerda mi madre. Ayudaba en casa dándole buena parte de su salario a su madre, además de pagar las cuotas de una máquina de coser que le regalo. Su aporte monetario ayudaba en mucho a la precaria economía de la casa.
En sus vacaciones, pudo visitar nuevamente a sus primos Meléndez Córdova en Lima. Esta vez, ya con su propio dinero. Compró la ropa que más le gustaba. “Miren pues a la Mayga, platudaza” —comentaban alegres sus primas— “viene la provinciana a gastar toda su plata”.

5

Luego de tres años de trabajo, Margarita decidió renunciar. Mi papá ya le había hablado de una vida en matrimonio y la Teito le dijo que debía dedicarse a tiempo completo a dicha empresa.
Diez años después, cuando visitó al doctor Miranda, esta vez por unos terribles dolores de espalda.
—¿Cómo está mi muertita? —preguntó alegre el doctor.
—Aquí doctor: ¡mi espalda se troza! —se quejó mi madre. Más de cuatro décadas después, tiene el mismo dolor.
—¿Cuántos hijos tienes, Margarita?
—Tres, doctor. Pero cuatro partos.
—¿Y quién te dijo que tuvieras tantos hijos? Yo te dije máximo dos —le recriminó el doctor— Cierre ya la fábrica. Y nada de radiografías. No sabes el terremoto que hubo en tu cerebro.
Por suerte mi mamá no hizo caso en ese momento al doctor y salió embarazada de un cuarto y último hijo, a quién decidió bautizar con los mismos nombres que su querido suegro: Germán Adolfo. Yo.






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