martes, 7 de enero de 2020

A la caza del roedor


Era cerca de la medianoche. La luz exterior se filtraba escasa por la cortina de la amplia ventana, creando figuras indefinidas en el perchero atiborrado de carteras, y en el caballero de la noche, saturado de prendas. A lo lejos, se podía escuchar el transitar de algunos autos en la avenida principal y el pitar de los taciturnos vigilantes.

Un ruido nos sacó de ese estado previo al sueño profundo, en donde nuestra respiración y corazón se van ralentizando. Era un roce, un crujido que se originaba en el ropero de la bebé, al costado del gran ventanal de la habitación. Asumimos que era el cable de televisión que no había terminado de instalar —me faltaba ajustarlo al zócalo de las paredes— y que colgaba detrás del armario hasta el mueble de video.  

Mi esposa prendió la lámpara de su mesa de noche. ¿Será un ratón? Me preguntó. No sé, le contesté. Me acerqué al mueble y tiré del cable de televisión. El sonido fue el mismo que nos sacó de nuestro sueño. Había sido el viento que agitaba el cable desde la azotea hasta su entrada a nuestro dormitorio, por un orificio que yo había malhecho en un ángulo de la ventana. Apagó su la lamparita y tratamos de conciliar nuevamente el sueño.

Teníamos en la habitación un escritorio antiguo, un buró negro de madera con una persiana horizontal para cubrir la parte superior del mueble. Ahora el ruido venía de ese mueble, algo rasguñaba la madera. Algo se movía, no dentro del armatoste sino detrás de él.

—¡China, rata! —le dije.
—¡Qué te pasa oye! —protestó.
—No tú, pues. Estoy seguro que hay una rata —le expliqué— Lleva a la bebita al cuarto de tus papás.

Encendí la lámpara de mi mesa de noche. Ella tomó con delicadeza a la bebé y la llevó al cuarto de sus padres. Me acerqué al ropero y lo sujeté con ambas manos. Con la ayuda de un pie, lo empujé hacia afuera: no había nada, solo el cable suelto que llegaba al televisor. Irene regresó y movimos la cuna: nada.  

—Ayúdame con el Simón Bolívar —le pedí. Así llamábamos al viejo y hermoso escritorio negro.
—¡Cómo pesa esta h…!

Irene no terminó su comentario. Lanzó un grito ensordecedor. Había visto algo elevarse medio metro por encima del suelo, y salir disparado hacia la cuna de la bebé. Y de ahí —y esto sí llegué a ver— raudo hacia el ropero. Confirmado: era una rata. No un ratón, no. Una muca del tamaño de un gato. Días después, los vecinos confirmaron la presencia de roedores de tales dimensiones que salían, dijeron, de un desagüe mal reparado.

El estridente grito de su hija despertó a mi suegro, quien se calzó sus sandalias, y se ofreció como voluntario para dar caza al roedor. Armados de sendas escobas, cerramos la puerta de la habitación y comenzó la cacería. Yo haría salir al roedor de su escondite y mi suegro, certero tirador, le daría muerte a punta de escobazos. Comencé a golpear a los lados del ropero esperando ahuyentar al animal. Así lo hizo: salió veloz de su refugio hacia la cabecera de la cama, sin darle opción a mi suegro de asestarle un golpe. No sólo tenía el tamaño de un gato, sino también una aceleración felina.

Sin embargo, el roedor había tomado una mala decisión al buscar protección detrás del camastro. Éste era de construcción sólida y de patas altas y sin cabecera. Gruesos listones, orientados horizontalmente, le daban solidez. Lo que llamamos una tarima de dos plazas. Como su altura lo permitía, habíamos colocado dos cajones de madera por debajo, para guardar ropa de cama: sabanas, frazadas y colchas.

«Esta es mi oportunidad» pensé. Solté mi arma, y empuje con todas mis fuerzas el cajón que estaba más cerca de mí. Este impulsó al otro y por fortuna, di en el blanco. La rata emitió un chillido agudo, muy alto e intenso. Estaba atrapada, pero yo no podía mantener por mucho tiempo la presión contra los pesados cajones.

—¡Akún, al toque, rápido! —casi grité—¡Atrápela con algo!
—¡Espera Germán, aguántalo ahí! —ordenó.

Empujó el colchón hacia un lado y jaló una de los listones que le dan soporte. Estos eran tablas de dos pulgadas de ancho, mucho más sólidas y contundentes que una escoba. Yo seguía empujando los cajones contra la animalidad de la bestia, ésta chillaba; se quejaba con chillidos cada vez más agudos. Me estaba quedando sin fuerzas, pero no iba a soltarla. La adrenalina corría por mis venas, y me sentía… ¿un asesino? No, era un justiciero.

Mi suegro, que podía ver ya al animal —el colchón, a pesar de no estar completamente fuera de la tarima, permitía una visión casi completa del Micky Mouse maldito— logró entallarlo con facilidad.

—¡Ya Germán, ahora sí dale un tablazo!
—¡No Akún, que asco!  ¡Pana, Pana!  —grité— ¡trae un spray!

Ella había estado siguiendo de cerca —pegada a la puerta— los acontecimientos.

—¿Tu desodorante? —preguntó.
—Ni cagando, es caro —dije— No sé, alcohol, por último.

Le rocié media botella donde pensé que estaba su cara. Mi posición no me permitía un ángulo directo de visión. Chilló más y más. Se me puso la piel de gallina hasta en el cuero cabelludo. Sentí una corriente incómoda, un escozor por todo el cuerpo.

El Akún estaba cansado, y a punto de aflojar la presión que sostenía sobre el animal. Entonces me armé de valor: respiré hondo y jalé otro de los listones de la cama.

—¡Akún, indíqueme! —le pedí a mi suegro, mientras acomodaba la tabla— ¿Ahí está bien?
—Más al costado. Un poco más. —él me iba dirigiendo— Ahí, ahí.  ¡Dale!

Con el arma en el ángulo correcto, golpeé con fuerza sobre la muca, una y otra vez. Tenía los ojos cerrados con aprensión y apretaba con fuerza los dientes. La rata chillaba, gritaba, berreaba. Hasta que dejó de hacerlo y la calma regresó al dormitorio.

Agotados, mi suegro y yo nos confundimos en un abrazo sincero, no de amigos —que lo éramos— sino de combatientes, de camaradas. Todo estaba consumado. El roedor había muerto. No quise ver el cadáver. El Akún se encargó de llevarse el cuerpo.

Nunca voy a olvidar los chillidos del animal. Lo ajusticié cobardemente, sin mirarle a los ojos.

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