Era
cerca de la medianoche. La luz exterior se filtraba escasa por la cortina de la
amplia ventana, creando figuras indefinidas en el perchero atiborrado de
carteras, y en el caballero de la noche, saturado de prendas. A lo lejos, se
podía escuchar el transitar de algunos autos en la avenida principal y el pitar
de los taciturnos vigilantes.
Un
ruido nos sacó de ese estado previo al sueño profundo, en donde nuestra
respiración y corazón se van ralentizando. Era un roce, un crujido que se
originaba en el ropero de la bebé, al costado del gran ventanal de la
habitación. Asumimos que era el cable de televisión que no había terminado de
instalar —me faltaba ajustarlo al zócalo de las paredes— y que colgaba detrás
del armario hasta el mueble de video.
Mi esposa prendió la lámpara de su mesa de noche. ¿Será un ratón? Me preguntó. No sé, le contesté.
Me acerqué al mueble y tiré del cable de televisión. El sonido fue el mismo que
nos sacó de nuestro sueño. Había sido el viento que agitaba el cable desde la
azotea hasta su entrada a nuestro dormitorio, por un orificio que yo había malhecho
en un ángulo de la ventana. Apagó su la lamparita y tratamos de conciliar nuevamente
el sueño.
Teníamos
en la habitación un escritorio antiguo, un buró negro de madera con una persiana
horizontal para cubrir la parte superior del mueble. Ahora el ruido venía de
ese mueble, algo rasguñaba la madera. Algo se movía, no dentro del armatoste
sino detrás de él.
—¡China,
rata! —le dije.
—¡Qué
te pasa oye! —protestó.
—No
tú, pues. Estoy seguro que hay una rata —le expliqué— Lleva a la bebita al
cuarto de tus papás.
Encendí
la lámpara de mi mesa de noche. Ella tomó con delicadeza a la bebé y la llevó al
cuarto de sus padres. Me acerqué al ropero y lo sujeté con ambas manos. Con la
ayuda de un pie, lo empujé hacia afuera: no había nada, solo el cable suelto
que llegaba al televisor. Irene regresó y movimos la cuna: nada.
—Ayúdame
con el Simón Bolívar —le pedí. Así llamábamos al viejo y hermoso escritorio
negro.
—¡Cómo
pesa esta h…!
Irene
no terminó su comentario. Lanzó un grito ensordecedor. Había visto algo
elevarse medio metro por encima del suelo, y salir disparado hacia la cuna de
la bebé. Y de ahí —y esto sí llegué a ver— raudo hacia el ropero. Confirmado:
era una rata. No un ratón, no. Una muca del tamaño de un gato. Días después,
los vecinos confirmaron la presencia de roedores de tales dimensiones que
salían, dijeron, de un desagüe mal reparado.
El
estridente grito de su hija despertó a mi suegro, quien se calzó sus sandalias,
y se ofreció como voluntario para dar caza al roedor. Armados de sendas
escobas, cerramos la puerta de la habitación y comenzó la cacería. Yo haría
salir al roedor de su escondite y mi suegro, certero tirador, le daría muerte a
punta de escobazos. Comencé a golpear a los lados del ropero esperando ahuyentar
al animal. Así lo hizo: salió veloz de su refugio hacia la cabecera de la cama,
sin darle opción a mi suegro de asestarle un golpe. No sólo tenía el tamaño de
un gato, sino también una aceleración felina.
Sin
embargo, el roedor había tomado una mala decisión al buscar protección detrás
del camastro. Éste era de construcción sólida y de patas altas y sin cabecera. Gruesos
listones, orientados horizontalmente, le daban solidez. Lo que llamamos una
tarima de dos plazas. Como su altura lo permitía, habíamos colocado dos cajones
de madera por debajo, para guardar ropa de cama: sabanas, frazadas y colchas.
«Esta
es mi oportunidad» pensé. Solté mi arma, y empuje con todas mis fuerzas el
cajón que estaba más cerca de mí. Este impulsó al otro y por fortuna, di en el
blanco. La rata emitió un chillido agudo, muy alto e intenso. Estaba atrapada,
pero yo no podía mantener por mucho tiempo la presión contra los pesados
cajones.
—¡Akún,
al toque, rápido! —casi grité—¡Atrápela con algo!
—¡Espera
Germán, aguántalo ahí! —ordenó.
Empujó
el colchón hacia un lado y jaló una de los listones que le dan soporte. Estos
eran tablas de dos pulgadas de ancho, mucho más sólidas y contundentes que una
escoba. Yo seguía empujando los cajones contra la animalidad de la bestia, ésta
chillaba; se quejaba con chillidos cada vez más agudos. Me estaba quedando sin
fuerzas, pero no iba a soltarla. La adrenalina corría por mis venas, y me
sentía… ¿un asesino? No, era un justiciero.
Mi
suegro, que podía ver ya al animal —el colchón, a pesar de no estar
completamente fuera de la tarima, permitía una visión casi completa del Micky Mouse
maldito— logró entallarlo con facilidad.
—¡Ya
Germán, ahora sí dale un tablazo!
—¡No
Akún, que asco! ¡Pana, Pana! —grité— ¡trae un spray!
Ella
había estado siguiendo de cerca —pegada a la puerta— los acontecimientos.
—¿Tu
desodorante? —preguntó.
—Ni
cagando, es caro —dije— No sé, alcohol, por último.
Le
rocié media botella donde pensé que estaba su cara. Mi posición no me permitía
un ángulo directo de visión. Chilló más y más. Se me puso la piel de gallina hasta
en el cuero cabelludo. Sentí una corriente incómoda, un escozor por todo el
cuerpo.
El
Akún estaba cansado, y a punto de aflojar la presión que sostenía sobre el
animal. Entonces me armé de valor: respiré hondo y jalé otro de los listones de
la cama.
—¡Akún,
indíqueme! —le pedí a mi suegro, mientras acomodaba la tabla— ¿Ahí está bien?
—Más
al costado. Un poco más. —él me iba dirigiendo— Ahí, ahí. ¡Dale!
Con
el arma en el ángulo correcto, golpeé con fuerza sobre la muca, una y otra vez.
Tenía los ojos cerrados con aprensión y apretaba con fuerza los dientes. La
rata chillaba, gritaba, berreaba. Hasta que dejó de hacerlo y la calma regresó
al dormitorio.
Agotados,
mi suegro y yo nos confundimos en un abrazo sincero, no de amigos —que lo
éramos— sino de combatientes, de camaradas. Todo estaba consumado. El roedor
había muerto. No quise ver el cadáver. El Akún se encargó de llevarse el cuerpo.
Nunca
voy a olvidar los chillidos del animal. Lo ajusticié cobardemente, sin mirarle
a los ojos.
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