viernes, 27 de diciembre de 2019

Una mañana, de hace diez años, con mis papás

Texto original del 6 de Abril de 2010. Corregido y aumentado.


Siempre me levanto temprano; aun estando de vacaciones, sea fin de semana o no. Así que, en aquella ocasión, decidí ir a ver a mis papás. Recuerdo que antes de salir, pedí que por favor prepararan Pollo Saltado para el almuerzo.

—Hola Pa.
—Hola hijito —me contestó, y nos dimos un abrazo. Lo besé en la mejilla recién afeitada. Brut After Shave. Muchos recuerdos de soltería; de mi hermano Piyín, de mi amigo Hernán. No me malinterpreten por favor. 

—¿Nos vamos afuera, o acá en casa? —le pregunté.
—Afuera hijo, acá no hay nada preparado.

Avanzamos hacia el auto. Mi papá, de manera automática, se dirigió hacia el asiento del piloto.

—¿Vas a manejar tú, papá?
— ¡Bah! La costumbre Germancho —dijo sonriendo— Aunque no estaría nada mal. Este es un carrazo.

Estábamos por entrar al auto, cuando apareció mi mamá por el balcón de su cuarto (ese mismo balcón desde donde una vez me sugirió -a gritos- entrar a casa antes que seguirla con Jota).

—¿A dónde van? —preguntó. Había escuchado el timbre a mi llegada.
—A desayunar Ma—me apuré en contestar, tratando de aliviar el desconcierto que vi en el rostro de mi papá.
—¿Y por qué no me invitan? —preguntó, aunque más bien, reprochó.
—Pero si te he estado silbando mamita —mentí— lo que pasa es que no me escuchaste.

Pero en esa época, hace diez años, escuchaba mucho mejor que ahora. Bajó. Me saludó. La abracé. Ese olor a mamá. Ese olor que siempre encontraba en su almohada al amanecer de un sábado o domingo y me quitaba el dolor de cabeza después de una noche de copas. Ese olorcito que ahora encuentro a mi lado al despertar todos los días.

—¿Y cholasho? —me saludó— ¿Cómo estás hijito?
—Acá pues mamita. He venido al taller y de pasadita a desayunar algo rico por acá.

La tomé de la cintura en dirección al auto. Mi papá estaba sentado de copiloto, pero, agilito él, se incorporó.

—Vieja, ven tú adelante mejor —sugirió mi papá para darle comodidad a mi madre.

Mi mamá encajonó su humanidad al auto. Agachó la cabeza lo necesario para no golpearse con el marco de la puerta, y al no tener donde apoyarse, cayó lenta y pesadamente. Contaba con que el asiento estuviera más cerca a sus posaderas. No tuvo –no tiene hasta hoy– en cuenta que es un deportivo, a pocos centímetros del suelo.

—¡Ay hijo!, este tú carrito —dijo riendo— es muy chato. Este tipo de situaciones le provocan mucha risa, y mi hermana Magui es igual.

Manejé con dirección a un pequeño restaurante en la calle José Leal donde servían desayunos y que mi mamá recomendaba. Era un lugar pequeño, con unas seis mesas distribuidas en dos filas, una a cada extremo del local. Había un calendario chino colgado en una de las paredes. Oportuna y útil donación de alguno de los chifas de la misma cuadra.

—¿Y cómo así has llegado a este huequito Ma?
—Acá venimos con mis amigas del Adulto Mayor.
—¿Serán esas viejitas que vi el otro día en casa?
—Sí, ellas son. Les gusta que les invite mis humitas y mis juanes. Además, dicen que yo soy la pituca del grupo, por la casa.

Se acercó una jovencito muy circunspecto a atendernos. Saludó muy respetuoso y pidió nuestra orden. Yo me imaginé en un restaurante francés con tres estrellas Michelin. Mi mamá ordenó un pan con chicharrón, no podía ser de otra forma. Mi papá y yo: pan con huevo.

—El huevo, señores. ¿Cómo lo quieren? ¿A la inglesa?

Mi papá y yo nos miramos un poco desconcertados. Él no sabía lo que significaba a la inglesa, aunque lo había comido así miles de veces. Entonces le expliqué que a la inglesa es con la yema cruda. Los pedimos con la yema bien frita.

—¿Y de beber? Tenemos…
—Café joven. —completó mi mamá, sin darle opción al camarero Michelin de ofrecer su amplia carta de bebidas.
—Café con leche —miré a mi papá. El asintió— Dos cafés con leche, por favor.
—Les repito su orden: Un pan con chicharrón para la dama. Dos panes con huevo con la yema bien frita para los caballeros. Y de beber un café, y dos cafés con leche.

Este mozo sí que había leído el manual del camarero perfecto. Confirmamos nuestros pedidos y esperamos.

—Pesadito, ¿di mamá? Y nos reímos.

Los sándwiches estuvieron sabrosos. Mi café con leche vino con nata, pero qué más da. Me recordó cuando de pequeño, en Trujillo, nos llevaban leche pura de vaca, fresca, fresquita; y que al hervir soltaba esa telita blanca y suave, como toallita húmeda para bebés.

Después de dejar en casa a mi mamá, fuimos al taller eléctrico de Don Ricardo y Efraín. El primero padre y maestro en el oficio, del segundo. Había postergado durante meses la reparación de las luces de mi auto, mi venerado Célica, en aquellos tiempos de color plata. El taller estaba bastante cerca de la casa de mis papás en mi querido Lince -a mitad de camino entre la casa de Kike y Eduardo- en la insigne Cuadra Canina. Denominada así por la cantidad de canes que en cada factoría de la zona habitaban.

Los habían de todo tipo: grandes y pequeños; hoscos y estruendosos, dóciles y agresivos. Uno de ellos, un chucho de edad imprecisa, había hecho del techo de un viejo auto su cómoda y mullida cama. Perro viejo ladra echado, dicen. Otro, más cruzado que el Jirón del Unión, era mediano y de color pardo. Resulta que en realidad era blanco como la nieve, lejanísimo descendiente en línea curva de Samoyedo. De tanta siesta bajo uno y otro carro, en uno y otro taller, había adquirido ese color marrón… rojizo… negruzco… que lo hacía tan característico. Perro de taller, dicen.

Cruzar esos cien metros para mí, canino pusilánime, fue siempre toda una aventura, cargada de angustia y aprensión. Pero tenía que hacerlo ya que dos de mis mejores amigos vivían en esa dirección.

Dejamos el carro y regresamos caminando las ocho cuadras que separaban al taller de la casa. Me sentí sumamente feliz de estar con mi papá conversando. Hacía mucho tiempo que no caminábamos ya que sólo me reportaba por teléfono. En ese entonces vivía donde mis suegros en San Borja. Sigo por acá, pero ya no con ellos.

En el camino, mi papá me contó algunas de sus anécdotas. Yo me las sabía, pero quería volver a escucharlas. No por la típica razón del hijo que deja que su padre le cuente mil veces lo mismo, sino que -aparte de ser interesantes y divertidas- no las recordaba muy bien.

Y en esas caminatas me di cuenta de algo que me hacía —que me hace— sentir muy feliz y más ligado a él. De rato en rato, cuando algo llamaba su atención (por ejemplo, un auto como el suyo por ahí estacionado) se detenía, me tomaba suavemente de brazo y comentaba: "¡Mira hijito, que tal Toyotaza! Así está mi marrón en Moyobamba".

—De cajón Pa. ¡Pero no mejor que mi Celica!

Llegando a casa, le ayudé a reparar un techo de maderas que hizo para que crezca el tumbo de mi mamá. Tumbo es una planta trepadora cuyo fruto se asemeja a la papaya, pero de exterior verde e interior blanco. Es riquísimo. Mi papá ya no quiere ese techo, pero mi mama sí. Traté de convencerla de ya sacar todo ese andamiaje, pero no dio su brazo a torcer. Y bueno, comenzó la típica discusión de ellos, en donde ninguno cede. Es su tema, y aunque a veces me incomoda, sé que es así como ellos "conversan" y yo no puedo además meterme en "lio de parejas".

Mi mamá estaba linda, con el cabello recién pintado —ahora lo usa al natural, blanco, níveo, hermoso— y había retomado la natación. Ahora, diez años después, ha vuelto a nadar.
Llamé a casa a mi esposa. «Voy a cerrar con broche de oro mi mañana almorzando mi pollito saltado» pensé. Mis papás se preparaban para almorzar fuera.

—No, no hemos preparado pollo saltado.
—Pero que pasó, yo pedí ese pollito. Estaba fastidiado. Hace diez años, no sabía cocinar. Ahora, yo mismo puedo prepararlo.
—Hay arroz, puré y bistec.
—Mmm… no gracias, yo como por acá.

Ese antojo no satisfecho, por más intenso que pudo haber sido, no mermó en nada la satisfacción que me produjo aquella mañana de hace diez años, el haber compartido con mis padres. 

4 comentarios:

  1. precioso blog, como siempre!! se te extrañaba

    ResponderEliminar
  2. Muy lindo lo que escribes de tus papás y conociéndote es como si estuviera viendo todo lo vivido ese día. Amiguiss

    ResponderEliminar
  3. Cara de tía, buen post. Yo sé la forma cómo tu viejo te toma del brazo. Me lo mostraste una vez.

    ResponderEliminar
  4. Gracias Germancho, porque nos haces reflexionar lo maravillosos que son nuestros padres, no debemos olvidarnos de ellos por ningun motivo, siempre hay que dedicarles un poquito de tiempo asi como ellos nos dedicarón todo su tiempo cuando nosotros creciamos y nos formabamos.......Te felicito

    ResponderEliminar