Después de cumplir treinta años
de servir al gobierno, mi papá decidió jubilarse. El Estado Peruano le
agradecía toda una vida de trabajo, otorgándole el auto que, por su cargo, tuvo
asignado: un Volkswagen escarabajo de los setentas. A caballo regalado no se le
mira el diente. Además, un vocho es un vocho. Estaba con Lion, Micky, Braulio y
el Chito.
—Oe chito, ¿tienes la llave de tu
carro? —preguntó Chito Quiroz.
—¿De cuál? —le devolví la
pregunta, porque tenía dos. Bueno, yo no, mi papá.
—Del Volkswagen plomo. —contestó,
señalando al edificio— El que guardas ahí.
—Sí, tengo una copia. Pero mi
viejo sabe.
—Vamos a dar una vueltita entons.
—sugirió.
—Tamare, me tientas Chito.
Todos sabían de mi temprana
afición por los fierros. Mi viejo me había confiado el volante y los cambios de
su Toyota desde los cinco años. A los nueve, ya acá en Lima y sentado en el
borde del asiento para alcanzar los pedales, controlaba totalmente el carro.
Además, si no andaban durmiendo la mona los sábados por la mañana, me veían
lavando el Toyota al detalle.
—Anímate Mancho —me alentó
Braulito— por acá no más, por el parque.
—¿Vas Lion? —le preguntó Micky a
Javier, muy entusiasmado.
— Meau… vamos pues —ronroneó
indiferente Javier, haciendo honor a su felino apodo, aunque con un gruñido más
cercano a un gatito recién nacido que a un león.
— Porseaca en ese no me salen las
curvas cerradas, tipo Los Magníficos —les advertí.
Tiempo atrás, había chocado contra
el sardinel de una esquina por hacer una de esas curvas. Estaba con Jean, y le
pedí que no me buscaran en un año por el castigo que me imaginaba me impondría
mi papá. Al día siguiente estaba en el bar Brinca.
—Ya pues, que chucha, vamos. —cedí.
—Espérenme a la vuelta para que la tía Tardeñor no los vea. Es buena gente,
pero chismosita.
El edificio donde guardaba el VW tenía
una guardiana. Era una mujer de edad incierta.
Bajita, lindando con el enanismo, y de larga cabellera. Cetrina, tenía
unos ojos vivaces en un rostro ovalado y alegre, surcado por hondas arrugas que
hacían más imprecisa su edad. Tardeñor no era su nombre, tampoco su apellido.
Sucede que cada vez que veía a alguien de mi familia, buscaba de inmediato la
mirada y saludaba ¡Tardeñor! ¡Tardeñora! Creo que decía “Buenas tardes señor”, “Buenas
tardes señora”. Me recordaba el pregón de los canillitas que vendían El
Satélite y La Industria, los dos periódicos que circulaban cuando viví de muy niño
en Trujillo: “Telité…Telité”, “Nnntria…Nnntria”.
Por suerte, la señora guardiana
no estuvo esa mañana de sábado en el edificio. Saqué el auto con cuidado y di
la vuelta a la manzana. Ahí me esperaban mis amigos. Chito abrió la puerta:
—Entren chicas —ordenó sonriente.
Guillermo no desperdiciaba la oportunidad para jo…, para bromear.
—Yo voy adelante Chito —pidió
Braulio. —Soy el único que también maneja.
—Ni cagando Brinca, yo voy con mi
señora adelante.
Braulio, Micky y Lion se sentaron
en el asiento posterior. Guillermo, orgulloso, iba de copiloto.
—¡Vamos amor, llevemos a las
niñas de paseo! — exclamó Chito, soltando su típica y sonora risa. Todo él
convulsionaba. Los surcos de su rapada cabeza se pronunciaban más; sus ojos y
boca abiertos al máximo en una contagiante carcajada.
Enrumbé por Joaquín Bernal con la
familia. Giramos a la derecha en Guise. Pasamos frente al bar Brinca y llegamos
a la avenida Cesar Vallejo, amplia arteria que conecta las avenidas Arequipa y
Salaverry en nuestro barrio de Lince, y que divide el inmenso —ahora frondoso y
bien cuidado— Parque Castilla en dos triángulos.
Estábamos en pleno paseo, cuando
un Datsun Stanza, debía ser de inicios de los ochenta, adelantó raudo a mi escarabajo,
diez años más antiguo.
—Te pasó en segunda, huevón —me
dijo Chito. Y todos festejaron socarrones.
—¡Estás loco! —le dije. La chanza
no me hizo mucha gracia— Vas a ver ahora.
Bajé a segunda, para tener más empuje,
y pisé a fondo el pedal. Luego tercera. Otra vez acelerador al máximo. El motor
rugió clamoroso alcanzando el límite de revoluciones. Mis amigos sintieron el
incremento en la potencia del auto como si fuese en sus propios cuerpos. Estaban
eufóricos. Yo lo estaba: sentí la adrenalina correr a raudales por mi sangre.
Luego, enganché cuarta y logré
pasar al Datsun —azul oscuro recuerdo— y a su octogenario piloto. Giré el timón
para tomar el carril izquierdo y completar así mi veloz y temeraria maniobra,
mostrando quien era el que mandaba en las pistas del Castilla. Viéndose burlado
por un viejo escarabajo y su adolescente conductor, el viejito aceleró,
tratando de evitar el inminente rebase, pero ya era tarde. Ya lo había
adelantado. Sí, pero no lo suficiente.
Un chirrido de metales sonó
estridente: el lado izquierdo del
parachoques posterior –-curvo y metálico— de mi VW, se acopló al lado derecho
del parachoques del otro auto –-también metálico, en L— quedando enganchados
como a veces quedan los perros al aparearse. El timón se iba de un lado a otro,
indómito. Lo único que podía hacer era sujetarlo con fuerza para mantenerlo derecho.
Miré por el espejo retrovisor, y vi al otro conductor maniobrando como yo lo
hacía para no perder el control de su vehículo, que ya se había subido a la
berma central de la avenida.
Micky y Javier, atrás, vieron
pasar sus vidas enteras en fracciones de segundo, y se tomaron de las manos.
Braulio, estaba más pendiente del otro auto que del nuestro, rogando que no le
pasara nada. Era un señor de edad el que estaba al volante.
Luego de unos segundos —que para
mí fueron eternos— los autos se separaron casi a la altura del Cine Ambassador.
Me quedé paralizado. Sujetaba con fuerza el volante, pero no escuchaba nada. No
había sonidos: estaba en mute.
—¡Acelera huevón! —gritó Chito.
Pero yo seguía en shock. Todo estaba
en cámara lenta.
— ¡Acelera conchetumadre! —se
desgañitó esta vez Guillermo.
Salí de mi parálisis, confirmé
por el retrovisor que el auto de atrás había recuperado completamente el
control. Pensé en detenerme y arreglar con el otro conductor. Guillermo pensó
otra cosa: menores de edad, sin brevete, auto robado, acá perdemos.
—¡Fúgate mierda, Fúgate! —me dijo
Chito. Y yo —A donde huevón. Y Braulio —De frente, dale de frente hasta
Salaverry.
Manejé sin destino, simplemente quería
alejarme la mayor distancia posible de Lince, pero con cuidado de no toparme
con algún policía. Era aún menor de edad y solo tenía libreta militar.
—Putamare, la cagué —reflexioné.
Las piernas me temblaban.
—Tranquilo Mancho, menos mal no pasó
nada grave. —me calmó Micky.
—Nos pudimos matar —dijo Lion,
tratando de mostrarse calmado, pero no tenía esa leve apatía que lo caracterizaba.
Había perdido una, o dos, de sus vidas de gato.
—Esto estuvo mejor que la curva
de Los Magníficos —bromeé, intentando ponerle paños fríos a la situación.
Ya en Jesús María, bajé para ver
la magnitud del choque: el parachoques de metal estaba completamente doblado. Parecía
un bigote antiguo, doblado hacia arriba como el del hombrecito del Monopolio.
El guardafangos posterior de mi lado completamente abollado, pero la mica no se
había roto. «La saqué barata» pensé.
Entre tanta vuelta y vuelta, me
di cuenta que estaba cerca de la casa del Gordo Beto. Él estudiaba con Chito y
conmigo en la universidad. Lo habíamos invitado varias veces a reuniones en
Lince y había caído muy bien. Tanto que andaba enamorando a una amiga de la
promoción.
Toqué el timbre de su domicilio,
y salió su hermano. Aunque no lo conocía, el parecido era evidente. Pregunté
por Beto.
—Mi hermano no está. Ha salido.
«¡La cagada!» pensé. «pero si no
solo se parece al gordo en el cacharro, estoy salvado».
—Mira, yo estudio con él en la universidad
y he tenido un problemón —me sinceré.
Beto era un buen amigo, muy servicial y comprensivo. Pensé que también lo sería su hermano; total, eran igualitos.
—He chocado el carro de mi viejo. Menos mal no es grave, y justo hay un planchador acá en tu cuadra. ¿Tú crees que me puedas prestar unos veinte soles? Solo para que enderece el parachoques y levante el abollado que tiene.
Beto era un buen amigo, muy servicial y comprensivo. Pensé que también lo sería su hermano; total, eran igualitos.
—He chocado el carro de mi viejo. Menos mal no es grave, y justo hay un planchador acá en tu cuadra. ¿Tú crees que me puedas prestar unos veinte soles? Solo para que enderece el parachoques y levante el abollado que tiene.
Me debe haber visto la cara de desesperado, y
probablemente me recordaría de alguna reunión en la que estuvimos en su casa. O
recordaría a Micky quien tuvo que trepar al segundo piso y agarrarse de una
ventana porque Beto había olvidado su llave. El hecho es que la ventana comenzó
a cerrarse con Micky férreamente asido a ella cual koala andino.
—A ver espera. Yo creo que sí me
alcanza.
Respiré aliviado. Hice el trato
con el planchador que, por divina providencia, se hallaba trabajando en un auto
en la cuadra misma de Beto. Le tomó casi dos horas enderezar el bigote doblado
del parachoques e inflar el abollado del guardafangos.
Regresamos en silencio. Guardé el
auto en la cochera y fui a casa. Ya por la noche, mis papás estaban en cama,
viendo las noticias. Entré.
—Pa, tengo algo que contarte —le
dije a mi viejo.
—¿Qué cosa hijo? Espero que no
sea nada malo.
—No, para nada. —traté de sonar
sereno. —Hoy temprano, al sacar el plomo de la cochera, no calcule bien al
retroceder y lo raspé con el muro del edificio.
—¿Y está muy abollado?
—No tanto, el guardafangos un
poco abollado, pero no tanto. —sentí una gota de sudor por la espalda.
—Ah ya hijo. Está bien.
—Hasta mañana Pa. Hasta mañana Ma.
—Me despedí.
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